Mientras Al Andalus se estancaba militarmente, con
una sociedad artesana y rural que cada vez era menos inclinada a las trompetas
y fanfarrias bélicas, los reinos cristianos del norte, monarquías jóvenes y
ambiciosas, se lo montaban más de chulitos y agresivos, ampliando territorios,
estableciendo alianzas y jugándose unos a otros la del chino Fumanchú en aquel
tira y afloja que ahora llamamos Reconquista, pero que entonces sólo era
buscarse la vida sin miras nacionales. Prueba de que aún no había conciencia
moderna de España ni sentimiento patriótico general es que, ya metidos en el
siglo XII, Alfonso VII repartió el reino de Castilla -unido entonces a León-
entre sus dos hijos, Castilla a uno y León a otro, y que Alfonso I dejó Aragón
nada menos que a las órdenes militares. Ese partir reinos en trozos, tan
diferente al impulso patriótico cristiano que a los de mi quinta nos vendieron
en el cole -y que tan actual sigue siendo en la triste España del siglo XXI-,
no era ni es nuevo. Se dio con frecuencia, prueba de que los reyes hispanos y
sus niños -añadamos una nobleza tan oportunista y desnaturalizada como nuestra
actual clase política- iban a lo suyo, y lo de la patria unificada tendría que
esperar un rato; hasta el punto de que todavía la seguimos esperando, o más
bien ya ni se la espera. El ejemplo más bestia de esa falta de propósito común
en la España medieval es Fernando I, rey de Castilla, León, Galicia y Portugal,
que en el siglo onceno hizo un esfuerzo notable, pero a su muerte lo echó a
perder repartiendo el reino entre sus hijos Sancho, Alfonso, García y Urraca,
dando lugar a otra de nuestras tradicionales y entrañables guerras civiles,
entre hermanos para variar, que tuvo consecuencias en varios sentidos incluido
el épico, pues de ahí surgió la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid
Campeador, cuya vida quedó contada en una buena película -Charlton Heston y
Sophia Loren- que, por supuesto, rodaron los norteamericanos. En esto del Cid,
de quien hablaremos con detalle en el siguiente capítulo, conviene precisar que
por aquel tiempo, con los moros locales bastante amariconados en la cosa
bélica, poco amigos del alfanje y tibios en cuanto a rigor islámico, empezaron
a producirse las invasiones de tribus fanáticas y belicosas que venían del
norte de África para hacerse cargo del asunto en plan Al Qaida.
Fueron, por orden, los almorávides, los almohades y los benimerines: gente
dura, de armas tomar, que sobre todo al principio no se casaba ni con su padre,
y que a menudo dio a los monarcas cristianos cera hasta en el carnet de
identidad. El caso es que así, poquito a poco, a trancas y barrancas, con altibajos
sangrientos, haciéndose pirulas, casándose, aliándose, construyendo cada cual
su catedral, matándose entre sí cuando no escabechaban moros, los reyes de
Castilla, León, Navarra, Aragón y los condes de Cataluña, cada uno por su
cuenta -Portugal iba aún más a su aire-, fueron ampliando territorios a costa
de la morisma hispana; que aunque se defendía como gato panza arriba y traía,
como dije, refuerzos norteafricanos para echar una mano -y luego no podía
quitárselos de encima-, se replegaba despacio hacia el sur, perdiendo ciudades
a chorros. La cosa empezó a estar clara con Fernando III de Castilla y León,
pedazo de rey, que tomó a los muslimes Córdoba, Murcia y Jaén, hizo tributario
al rey de Granada, y reforzado con tropas de éste conquistó Sevilla, que había
sido mora durante 500 años, y luego Cádiz. Su hijo Alfonso X fue uno de esos
reyes que por desgracia no frecuentan nuestra historia: culto, ilustrado, pese
a que hizo frente a otra guerra civil -la enésima, y las que vendrían- y a la
invasión de los benimerines, tuvo tiempo de componer, u ordenar hacerlo, tres
obras fundamentales: la Historia General de España -ojo al
nombre-, las Cantigas y el Código de las Siete
Partidas. Por esa época, en Aragón, un rey llamado Ramiro II el Monje,
conocedor de la idiosincrasia hispana, sobre todo la de los nobles -los
políticos de entonces- tuvo un detalle simpático: convocó a la nobleza local,
los decapitó a todos y con sus cabezas hizo una bonita exposición -hoy lo
llamaríamos arte moderno- conocida como La campana de Huesca. Por
esas fechas, un plumilla moro llamado Ibn Said, chico listo y con buen ojo,
escribió una frase sobre los bereberes que no me resisto a reproducir, porque
define perfectamente a los españoles musulmanes y cristianos de aquellos siglos
turbulentos, y también a buena parte de los de ahora mismo: «Son unos
pueblos a los que Dios ha distinguido particularmente con la turbulencia y la
ignorancia, y a los que en su totalidad ha marcado con la hostilidad y la
violencia».
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