Estábamos en que la palabra Reconquista vino luego,
a toro pasado, y que los patriohistoriadores dedicados a glorificar el asunto
de la empresa común hispánica y tal mintieron como bellacos; así como también
mienten, sobre etapas posteriores, ciertos neohistoriadores del ultranacionalismo
periférico. En el tiempo que nos ocupa, los enclaves cristianos del norte
bastante tenían con arreglárselas para sobrevivir, y no estaban de humor para
soñar con recomponer Hispanias perdidas: unos pagaban tributo de vasallaje a
los moros de Al Andalus y todos se lo montaban como podían, a menudo haciéndose
la puñeta entre ellos, traicionándose y aliándose con el enemigo, hasta el
punto de que los emires musulmanes del sur, dándose con el codo, se decían unos
a otros: tranqui, colega Mojamé, colega Abdalá, que no hay color, dejemos que
esos cantamañanas se desuellen unos a otros -lo que demuestra, por otra parte,
que como profetas los emires tampoco tenían ni puta idea-. Cómo estarían las
cosas reconquistadoras de poco claras por ese tiempo, que el primer rey
cristiano de Pamplona del que se tiene noticia, Íñigo Arista, tenía un hermano
carnal llamado Muza que era caudillo moro, y entre los dos le dieron otra soba
después de Roncesvalles a Carlomagno; que en sus ambiciones sobre la Península
siempre tuvo muy mal fario y se diría que lo hubiese mirado un tuerto. El caso
es que así, poco a poco, entre incursiones, guerras y pactos a varias bandas
que incluían alianzas y tratados con moros o cristianos, según convenía, poco a
poco se fue formando el reino de Navarra, crecido a medida que el califato
cordobés y los musulmanes en general pasaban por períodos -españolísimos,
también ellos- de flojera y bronca interna, en un período en el que cada perro
se lamía su cipote, dicho en plata, y que acabó llamándose reinos de taifas,
con reyezuelos que, como su propio nombre indica, iban a su rollo moruno. Y de
ese modo, entre colonos que se la jugaban en tierra de nadie y expediciones
militares de unos y otros para saqueo, esclavos y demás parafernalia -eso de
saquear, violar y esclavizar era práctica común de la época en todos los
bandos, aunque ahora suene más bien raro-, la frontera cristiana se fue
desplazando alternativamente hacia arriba y hacia abajo, pero sobre todo hacia
abajo. Sancho III el Mayor, rey navarro, uno de los que le había puesto a
Almanzor los pavos a la sombra, pegó un soberbio braguetazo con la hija del
conde de Castilla, que era la soltera más cotizada de entonces, y organizó un
reino bastante digno de ese nombre, que al morir dividió entre sus hijos
-prueba de que eso de unificar España y echar de aquí a la mahometana morisma
todavía no le pasaba a nadie por la cabeza-. Dio Navarra a su hijo García,
Castilla a Fernando, Aragón a Ramiro, y a Gonzalo los condados de Sobrarbe y
Ribagorza. De esta forma se fue definiendo el asunto: los de Castilla y Aragón
tomaron el título de rey, y a partir de entonces pudo hablarse, con más rigor,
de reinos cristianos del norte y de Al Andalus islámico al Sur. En cuanto a
Cataluña, entonces feudataria de los vecinos reyes francos, fue ensanchándose
con gobernantes llamados condes de Barcelona. El primero de ellos que se
independizó de los gabachos fue Wifredo, por apodo el Pilós o Velloso, que
además de peludo debía de ser piadoso que te rilas, pues llenó el condado de
magníficos monasterios. Ciertos historiadores de pesebre presentan ahora al
buen Wifredo como primer rey de una supuesta monarquía catalana, pero no dejen
que les coman el tarro: reyes en Cataluña con ese nombre no hubo nunca. Ni de
coña. Los reyes fueron siempre de Aragón, y la cosa se ligó más tarde, como
contaremos cuando toque. De momento eran condes catalanes, a mucha honra. Y
punto. Por cierto, hablando de monasterios, dos detalles. Uno, que mientras en
el sur morube la cultura era urbana y se centraba en las ciudades, en el norte,
donde la gente era más bestia, se cultivaba en los monasterios, con sus
bibliotecas y todo eso. El otro punto es que por ese tiempo la Iglesia
Católica, que iba adquiriendo grandes posesiones rurales de las que sacaba
enormes ingresos, inventó un negocio estupendo, que podríamos llamar truco o
timo del monje ausente: cuando una aceifa mora asolaba la tierra y saqueaba el
correspondiente monasterio, los monjes lo abandonaban una larga temporada para
que los colonos que se buscaban la vida en la frontera se instalaran allí y
pusieran de nuevo las tierras en valor, cultivándolas. Y cuando la propiedad ya
era próspera de nuevo, los monjes reclamaban su derecho y se adueñaban de todo,
por la cara.
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