Arturo Pérez - Reverte
Érase una vez una piel de toro con forma de España -llamada Ishapan: tierra de
buenos conejos :-) , les juro que la palabra significaba eso-, habitada por un
centenar de tribus, cada una de las cuales tenía su lengua e iba a su rollo. Es
más: procuraban destriparse a la menor ocasión, y sólo se unían entre sí para
reventar al vecino que (a) era más débil, (b) destacaba por tener las mejores
cosechas o ganados, o (c) tenía las mujeres más guapas, los hombres más
apuestos y las chozas más lujosas. Fueras cántabro, astur, bastetano, mastieno,
ilergete o lo que se terciara, que te fueran bien las cosas era suficiente para
que se juntaran unas cuantas tribus y te pasaran por la piedra, o por el
bronce, o por el hierro, según la época prehistórica que tocara. Envidia y mala
leche al cincuenta por ciento (véanse carbono 14 y pruebas genéticas de Adn).
El caso es que así, en plan general, toda esa pandilla de hijos de puta, tan
prolífica a largo plazo, podía clasificarse en dos grandes grupos étnicos:
iberos y celtas. Los primeros eran bajitos, morenos, y tenían más suerte con el
sol, las minas, la agricultura, las playas, el turismo fenicio y griego y otros
factores económicos interesantes (véanse folletos de viajes de la época). Los
celtas, por su parte, eran rubios, ligeramente más bestias y a menudo más
pobres, cosa que resolvían haciendo incursiones en las tierras del sur, más que
nada para estrechar lazos con las iberas; que aunque menos exuberantes que las
rubias de arriba, tenían su puntito meridional y su morbo cañí (véase Dama de
Elche). Los iberos, claro, solían tomarlo a mal, y a menudo devolvían la
visita. Así que cuando no estaban descuartizándose en su propia casa, iberos y
celtas se la liaban parda unos a otros, sin complejos ni complejas. Facilitaba
mucho el método una espada genuinamente aborigen llamada falcata:
prodigio de herramienta forjada en hierro (véase Diodoro de Sicilia, que la
califica de magnífica), que cortaba como hoja de afeitar y que, cual era de
esperar en manos adecuadas, deparó a iberos, celtas y resto de la peña
apasionantes terapias de grupo y bonitos experimentos colectivos de cirugía en
vivo y en directo. Ayudaba mucho que, como entonces la península estaba tan
llena de bosques que una ardilla podía recorrerla saltando de árbol en árbol,
todas aquellas ruidosas incursiones, destripamientos con falcata y demás actos
sociales podían hacerse a la sombra, y eso facilitaba las cosas. Y las ganas.
Animaba mucho, vamos. De cualquier modo, hay que reconocer que en el
arte de picar carne propia o ajena, tanto iberos como celtas, y luego esos
celtíberos resultado de tantas incursiones románticas piel de toro arriba o
piel de toro abajo, eran auténticos virtuosos. Feroces y valientes hasta el
disparate (véanse el No-do de entonces y los telediarios de Teleturdetania), la
vida propia o ajena les importaba literalmente un carajo; morían matando cuando
los derrotaban y cantando cuando los crucificaban, se suicidaban en masa cuando
palmaba el jefe de la tribu o perdía su equipo de fútbol, y las señoras eran de
armas tomar. O sea. Si eras enemigo y caías vivo en sus manos, más te valía no
caer. Y si además aquellas angelicales criaturas de ambos sexos acababan de
trasegar unas litronas de caelia -cerveza de la época, como la
San Miguel o la Cruzcampo, pero en basto-, ya ni te cuento. Imaginen los
botellones que liaban mis primos. Y primas. Que en lo religioso, por cierto, a
falta todavía de monseñores que pastoreasen sus almas prohibiéndoles la
coyunda, el preservativo y el aborto, y a falta también del bañador de Falete y
de Sálvame para babear en grupo, rendían culto a los ríos -de
ahí procede el refrán celtíbero de perdidos, al río-, las montañas,
los bosques, la luna y otros etcéteras. Y éste era, siglo arriba o siglo abajo,
el panorama de la tierra de conejos cuando, sobre unos 800 años antes de que el
Espíritu Santo en forma de paloma visitara a la Virgen María, unos marinos y
mercaderes con cara de pirata, llamados fenicios, llegaron por el Mediterráneo
trayendo dos cosas que en España tendrían desigual prestigio y fortuna: el
dinero -la que más- y el alfabeto -la que menos-. También fueron los fenicios
quienes inventaron la burbuja inmobiliaria adquiriendo propiedades en la costa,
adelantándose a los jubilados anglosajones y a los simpáticos mafiosos rusos
que bailan los pajaritos en Benidorm. Pero de los fenicios, de los griegos y de
otra gente parecida, hablaremos en un próximo capítulo. O no.
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