Como íbamos diciendo, griegos y fenicios se
asomaron a las costas de Hispania, echaron un vistazo al personal del interior
-si nos vemos ahora, imagínennos entonces en Villailergete del Arévaco, con
nuestras boinas, garrotas, falcatas y demás- y dijeron: pues va a ser que no,
gracias, nos quedamos aquí en la playa, turisteando con las minas y las
factorías comerciales, y lo de dentro que lo colonice mi prima, si tiene
huevos. Y los huevos, o parte, los tuvieron unos fulanos que, en efecto, eran
primos de los fenicios -«Venid, que lo tenéis fácil», dijeron éstos
aguantándose la risa- y se llamaban cartagineses porque vivían a dos pasos, en
Cartago, hoy Túnez o por allí. Y bueno. Llegaron los cartagineses muy sobrados
a fundar ciudades: Ibiza, Cartagena y Barcelona -esta última lo fue por Amílcar
Barça, creador también del equipo de fútbol que lleva su apellido y de la
famosa frase Cartago is not Roma-. Hubo, de entrada, un poquito de
bronca con algunos caudillos celtíberos (socios del Madrid según Estrabón, lo
que puede explicarlo todo) llamados Istolacio, Indortes y Orisón, entre otros,
que fueron debidamente masacrados y crucificados; entre otras cosas, porque
allí cada uno iba a su aire, o se aliaba con los cartagineses el tiempo
necesario para reventar a la tribu vecina, y luego si te he visto no me acuerdo
(me parece que eso es Polibio quien lo dice). Así que los de Cartago
destruyeron unas cuantas ciudades: Belchite -que se llamaba Hélice- y Sagunto,
que era próspera que te rilas. La pega estuvo en que Sagunto, antigua colonia
griega, también era aliada de los romanos: unos pavos que por aquel entonces
(siglo III antes de Cristo, echen cuentas) empezaban a montárselo de gallitos en
el Mediterráneo. Y claro. Se lió una pajarraca notable, con guerra y tal.
Encima, para agravar la cosa, el nieto de Amílcar, que se llamaba Aníbal y era
tuerto, no podía ver a Roma ni por el ojo sano, o sea, ni en fotos, porque de
pequeño lo habían obligado a zamparse Quo Vadis en la tele
cada Semana Santa, y acabó, la criatura, jurando odio eterno a los romanos. Así
que tras desparramar Sagunto, reunió un ejército que daba miedo verlo, con
númidas, elefantes y crueles catapultas que arrojaban películas de Pajares y
Esteso. Además, bajo el lema Vente con Aníbal, Pepe, alistó a
30.000 mercenarios celtíberos, cruzó los Alpes -ésa fue la primera mano de obra
española cualificada que salió al extranjero- y se paseó por Italia dando
estiba a diestro y siniestro. El punto chulo de la cosa es que, gracias al
tuerto, nuestros honderos baleares, jinetes y acuchilladores varios,
precursores de los tercios de Flandes y de la selección española, participaron
en todas las sobas que Aníbal dio a los de Roma en su propia casa, que fueron
unas cuantas: Tesino, Trebia, Trasimeno y la final de copa en Cannas, la más
vistosa de todas, donde palmaron 50.000 enemigos, romano más, romano menos. La
faena fue que luego, en vez de seguir todo derecho hasta Roma por la vía Apia y
rematar la faena, Aníbal y sus huestes, hispanos incluidos, se quedaron por
allí dedicados al vicio, la molicie, las romanas caprichosas, las costumbres
licenciosas y otras rimas procelosas. Y mientras ellos se tiraban a la bartola,
o a la Bartola, según, un general enemigo llamado Escipión desembarcó
astutamente en España a la hora de la siesta, pillándolos por la retaguardia.
Luego conquistó Cartagena y acabó poniéndole al tuerto los pavos a la sombra;
hasta que éste, retirado al norte de África, fue derrotado en la batalla de
Zama, donde se suicidó para no caer en manos enemigas, por vergüenza torera,
ahorrándose así salir en el telediario con los carpetanos, los cántabros y los
mastienos que antes lo aplaudían como locos cuando ganaba batallas, amontonados
ahora ante el juzgado -actitudes ambas típicamente celtíberas- llamándolo
cobarde y chorizo. El caso es que Cartago quedó hecho una piltrafa, y Roma se
calzó Hispania entera. Sin saber, claro, dónde se metía. Porque si la Galia,
con toda su vitola irreductible de Astérix, Obélix y demás, Julio César la
conquistó en nueve años, para España los romanos necesitaron doscientos.
Calculen la risa. Y el arte. Pero es normal. Aquí nunca hubo patria, sino jefes
(lo dice Plutarco en la biografía de Sertorio). Uno en cada puto pueblo:
Indíbil, Mandonio, Viriato. Y claro. A semejante peña había que ir dándole
matarile uno por uno. Y eso, incluso para gente organizada como los romanos,
lleva su tiempo.
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