Estábamos con Roma. En que Escipión, vencedor de
Cartago, una vez hecha la faena, dice a sus colegas generales «Ahí os dejo el
pastel», y se vuelve a la madre patria. Y mientras, Hispania, que aún no puede
considerarse España pero promete, se convierte, en palabras de no recuerdo qué
historiador, en sepulcro de romanos: doscientos años para pacificar
el paisaje, porque pueblos tipo Astérix tuvimos a punta de pala. El sistema
romano era picar carne de forma sistemática: legiones, matanza, crucifixión,
esclavos. Lo típico. Lo gestionaban unos tíos llamados pretores, Galba y otros,
que eran cínicos y crueles al estilo de los malos de las películas, en plan
sheriff de Nottingham, especialistas en engañar a las tribus con pactos que
luego no cumplían ni de lejos. El método funcionó lento pero seguro, con
altibajos llamados Indíbil, Mandonio y tal. El más altibajo de todos fue
Viriato, que dio una caña horrorosa hasta que Roma sobornó a sus capitanes y
éstos le dieron matarile. Su tropa, mosqueada, resistió numantina en una ciudad
llamada Numancia, que aguantó diez años hasta que el nieto de Escipión acabó
tomándola, con gran matanza, suicidio general (eso dicen Floro y Orosio, aunque
suena a pegote) y demás. Otro que se puso en plan Viriato fue un romano guapo y
listo llamado Sertorio, quien tuvo malos rollos en su tierra, vino aquí, se
hizo caudillo en el buen sentido de la palabra, y estuvo dando por saco a sus
antiguos compatriotas hasta que éstos, recurriendo al método habitual -la
lealtad no era la más acrisolada virtud local- consiguieron que un antiguo
lugarteniente le diera las del pulpo. Y así, entre sublevaciones, matanzas y
nuevas sublevaciones, se fue romanizando el asunto. De vez en cuando surgían
otras numancias, que eran pasadas por la piedra de amolar sublevatas. Una de
las últimas fue Calahorra, que ofreció heroica resistencia popular -de ahí
viene el antiguo refrán «Calahorra, la que no resiste a Roma es zorra»-.
Etcétera. La parte buena de todo esto fue que acabó, a la larga, con las
pequeñas guerras civiles celtíberas; porque los romanos tenían el buen hábito
de engañar, crucificar y esclavizar imparcialmente a unos y a otros, sin
casarse ni con su padre. Aun así, cuando se presentaba ocasión, como en la
guerra civil que trajeron Julio César y los partidarios de Pompeyo, los
hispanos tomaban partido por uno u otro, porque todo pretexto valía para quemar
la cosecha o violar a la legítima del vecino, envidiado por tener una cuadriga
con mejores caballos, abono en el anfiteatro de Mérida u otros privilegios. El
caso es que paz, lo que se dice paz, no la hubo hasta que Octavio Augusto, el
primer emperador, vino en persona y le partió el espinazo a los últimos
irreductibles cántabros, vascones y astures que resistían en plan hecho diferencial,
enrocados en la pelliza de pieles y el queso de cabra -a Octavio iban a irle
con reivindicaciones autonómicas, mis primos-. El caso es que a partir de
entonces, los romanos llamaron Hispania a Hispania, dividiéndola en cinco
provincias. Explotaban el oro, la plata y la famosa triada mediterránea: trigo,
vino y aceite. Hubo obras públicas, prosperidad, y empresas comunes que
llenaron el vacío que (véase Plutarco, chico listo) la palabra patria había
tenido hasta entonces. A la gente empezó a ponerla eso de ser romano: las
palabras hispanus sum, soy hispano, cobraron sentido dentro del
cives romanus sum general. Las ciudades se convirtieron en
focos económicos y culturales, unidos por carreteras tan bien hechas que
algunas se conservan hoy. Jóvenes con ganas de ver mundo empezaron a alistarse
como soldados de Roma, y legionarios veteranos obtuvieron tierras y se casaron
con hispanas que parían hispanorromanitos con otra mentalidad: gente que sabía
declinar rosa-rosae y estudiaba para arquitecto de acueductos
y cosas así. También por esas fechas llegaron los primeros cristianos; que,
como monseñor Rouco aún no había sido ordenado obispo -aunque estaba a punto-,
todavía se dedicaban a lo suyo, que era ir a misa, y no daban la brasa con el
aborto y esa clase de cosas. Prueba de que esto pintaba bien era la peña que
nació aquí por esa época: Trajano, Adriano, Teodosio, Séneca, Quintiliano,
Columela, Lucano, Marcial... Tres emperadores, un filósofo, un retórico, un
experto en agricultura internacional, un poeta épico y un poeta satírico. Entre
otros. En cuanto a la lengua, pues oigan. Que veintitantos siglos después el
latín sea una lengua muerta, es inexacto. Quienes hablamos en castellano,
gallego o catalán, aunque no nos demos cuenta, seguimos hablando latín.
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