Al principio de la España musulmana, los reinos
cristianos del norte sólo fueron una nota a pie de página de la historia de Al
Andalus. Las cosas notables ocurrían en tierra de moros, mientras que la
cristiandad bastante tenía con sobrevivir, más mal que bien, en las escarpadas
montañas asturianas. Todo ese camelo del espíritu de reconquista, el fuego
sagrado de la nación hispana, la herencia visigodo-romana y demás parafernalia
vino luego, cuando los reinos norteños crecieron, y sus reyes y pelotillas
cortesanos tuvieron que justificar e inventarse una tradición y hasta una
ideología. Pero la realidad era más prosaica. Los cristianos que no tragaban
con los muslimes, más bien pocos, se echaron al monte y aguantaron como
pudieron, a la española, analfabetos y valientes en plan Curro Jiménez de la
época, puteando desde los riscos inaccesibles a los moros del llano. Don
Pelayo, por ejemplo, fue seguramente uno de esos bandoleros irreductibles, que
en un sitio llamado Covadonga pasó a cuchillo a algún destacamento moro
despistado que se metió donde no debía, le colocó hábilmente el mérito a la
Virgen y eso lo hizo famoso. Así fue creciendo su vitola y su territorio,
imitado por otros jefes dispuestos a no confraternizar con la morisma. El mismo
Pelayo, que era asturiano, un tal Íñigo Arista, que era navarro, y otros
animales por el estilo -los suplementos culturales de los diarios no debían de
mirarlos mucho, pero manejaban la espada, la maza y el hacha con una eficacia
letal- crearon así el embrión de lo que luego fueron reinos serios con más peso
y protocolo, y familias que se convirtieron en monarquías hereditarias. Prueba
de que al principio la cosa reconquistadora y las palabras nación y patria no
estaban claras todavía, es que durante siglos fueron frecuentes las alianzas y
toqueteos entre cristianos y musulmanes, con matrimonios mixtos y enjuagues de
conveniencia, hasta el extremo de que muchos reyes y emires de uno y otro bando
tuvieron madres musulmanas o cristianas; no esclavas, sino concertadas en
matrimonio a cambio de alianzas y ventajas territoriales. Y al final, como
entre la raza gitana, muchos de ellos acabaron llamándose primo, con lo que
mucha degollina de esa época quedó casi en familia. Esos primeros tiempos de
los reinos cristianos del norte, más que una guerra de recuperación de
territorio propiamente dicha fueron de incursiones mutuas en tierra enemiga,
cabalgadas y aceifas de verano en busca de botín, ganado y esclavos -una algara
de los moros llegó a saquear Pamplona, reventando, supongo, los Sanfermines ese
año-. Todo esto fue creando una zona intermedia peligrosa, despoblada, que se
extendía hasta el valle del Duero, en la que se produjo un fenómeno curioso,
muy parecido a las películas de pioneros norteamericanos en el Oeste: familias
de colonos cristianos pobres que, echándole huevos al asunto, se instalaban
allí para poblar aquello por su cuenta, defendiéndose de los moros y a veces
hasta de los mismos cristianos, y que acababan uniéndose entre sí para
protegerse mejor, con sus granjas fortificadas, monasterios y tal; y que, a su
heroica, brutal y desesperada manera, empezaron la reconquista sin imaginar que
estaban reconquistando nada. En esa frontera dura y peligrosa surgieron también
bandas de guerreros cristianos y musulmanes que, entre salteadores y
mercenarios, se ponían a sueldo del mejor postor, sin distinción de religión;
con lo que se llegó al caso de mesnadas moras que se lo curraban para reyes
cristianos y mesnadas cristianas al servicio de moros. Fue una época larga,
apasionante, sangrienta y cruel, de la que si fuéramos gringos tendríamos
maravillosas películas épicas hechas por John Ford; pero que, siendo españoles
como somos, acabó podrida de tópicos baratos y posteriores glorias
católico-imperiales. Aunque eso no le quite su interés ni su mérito. También
por ese tiempo el emperador Carlomagno, que era francés, quiso quedarse con un
trozo suculento de la península; pero guerrilleros navarros -imagínenselos- le
dieron las suyas y las de un bombero en Roncesvalles a la retaguardia del
ejército gabacho, picándola como una hamburguesa, y Carlomagno tuvo que
conformarse con el vasallaje de la actual Cataluña, conocida como Marca
Hispánica. También, por aquel entonces, desde La Rioja empezó a extenderse una
lengua magnífica que hoy hablan 450 millones de personas en todo el mundo. Y
que ese lugar, cuna del castellano, no esté hoy en Castilla, es sólo uno de los
muchos absurdos disparates que la peculiar historia de España iba a depararnos
en el futuro.
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