Hola a todos
Por qué hago este blog. No lo sé. Supongo que por aburrimiento, como forma de almacenar cosas que me van llegando y luego pierdo. No lo sé. Pero aquí está. Es muy probable que me canse de él pero.......
viernes, 25 de octubre de 2013
domingo, 20 de octubre de 2013
Alonso de Contreras, héroe y biógrafo de los Tercios
MANUEL DE LA FUENTE
ABC
ABC
Su autobiografía es uno de los pocos testimonios que existen sobre nuestros soldados en Flandes
No solo se dejó el pellejo allende el Océano, sino que su espada luchó también con brío en el Mare Nostrum (entonces en buena parte en manos del Turco y de los berberiscos) y se fajó con coraje y con extremada gallardía en los terruños de Flandes.
Pero además, este peculiarísimo héroe contribuyó con otra peculiar empresa a la causa de la Monarquía, de España y de los Tercios, pues a él se debe una de las pocas autobiografías de soldados que formaron parte de aquella formidable milicia creada por los Austrias.
¿Nuestro hombre? Alonso de Guillén, más conocido en las industrias de las armas y las letras como Alonso de Contreras, a la sazón, militar, marino y corsario, y escritor.
El nombre de su libro es tan largo como largo es su ingenio: «Vida, nacimiento, padres y crianza del capitán Alonso de Contreras, natural de Madrid Caballero del Orden de San Juan, Comendador de una de sus encomiendas en Castilla», escrita por él mismo, y por subtítulo, «Discurso de mi vida desde que salí a servir al rey, de edad de catorce años, que fue el año de 1597, hasta el fin del año de 1630, por primero de octubre, que comencé esta relación».
El manuscrito original se encuentra hoy en día en la Biblioteca Nacional de España, y fue publicado por primera vez en 1900. Se cuenta que lo escribió por consejo de su buen amigo Lope de Vega.
Alonso nació en la villa de Madrid el 6 de enero de 1582 y llegó al ejército siendo un adolescente con apenas catorce huyendo de una fechoría: había escabellado a un compañero de colegio. Se ve que desde crío no le tembló el pulso. Y así sería su vida que a grandes rasgos ahora reseñamos.
Adolescente en los Tercios
Así que con poco más de catorce primaveras, en septiembre de 1597, ya estaba en Flandes con las tropas del Príncipe Cardenal, Alberto de Austria. No duró mucho en su primer destino, pues enemistado con sus superiores, acabó en Palermo, enrolado en la pequeña armada de Pedro de Toledo, que en aquellas aguas se dedicaba a hostigar a cuanto bajel musulmán se le pusiera a tiro.
Alonso fue algo más que un grumete intrépido, ya que en 1601 se le encargaba ya el mando de una fragata con la que merodeó por las islas griegas buscando otomanos a los que mandar a mejor vida. No le eran extraños en aquella época los líos de faldas que alternaba con sus querencias guerreras. En 1603, ya era alférez de infantería.
Tres años después se casaba con una viuda española. Y su genio volvió a llevarle por el mal camino, pues cuentan las crónicas que la mató cuando descubrió que le era infiel.
Vuelto a Madrid intenta hacer una buena carrera en la Corte. Pero no lo consigue y se retira a una ermita en Moncayo, donde vivía como un ermitaño hasta que fue reclamado por la justicia como supuesto cabecilla de una rebelión morisca.
Fue considerado inocente, pero en Madrid tenía demasiados enemigos y marchó de nuevo para Flandes donde residió poco tiempo antes de volver al mar, de nuevo al Mediterráneo, con una recomendación de altura bajo el brazo para presentarse ante el Maestre de la Orden de Malta. Por el camino, fue confundido con un espía y acabó en la cárcel. Libre por fin, volvió a hacerse cargo de un barco, mientras seguía con sus pendencias y sus duelos.
Contras los piratas ingleses
Ya estaba en Flandes, ya estaba en América donde se las vio nada más y nada menos que contra el corsario Walter Raleigh, en aguas de Puerto Rico. En 1616, estaba de vuelta en el Mediterráneo dándoles lo suyo a los turcos que pusieron precio a su cabeza. Tiempo después, era nombrado gobernador de una ciudad Italia, L’Aquila, situada al noreste de Roma, donde se le encomendó poner orden, lo que hizo con su eficiencia habitual.
Entre unas y otras, y sin dejar nunca de dar la cara por Dios, por el Rey y por España, en 1630 se retiraba del ejercicio de la guerra. Moría en 1641, pero antes nos dejaba escrita esa autobiografía que nos acerca a la vida de los soldados y marinos españoles de aquella época en la que en España nunca se ponía el sol
domingo, 13 de octubre de 2013
Los restos de Quevedo
Villanueva de los Infantes: cierre temporal de la iglesia donde reposan los restos de Quevedo
Identificación de los restos de Quevedo
Más información en:
jueves, 10 de octubre de 2013
Una historia de España (XI)
Arturo Pérez - Reverte
Tenía pensado hablarles hoy del Cid Campeador, en
monográfico, porque el personaje es para darle de comer aparte. De él se ha
usado y abusado a la hora de hablar de moros, cristianos, Reconquista y tal; y
en tiempos de la historiografía franquista fue uno de los elementos simbólicos
más sobados por la peña educativa en plan virtudes de la raza ibérica,
convirtiéndolo en un patriota reunificador de la España medieval y dispersa,
muy en la línea de los tebeos del Capitán Trueno y el Guerrero del Antifaz;
hasta el punto de que en mis libros escolares del curso 58-59 figuraban todavía
unos versos que cito de memoria: «La hidra roja se muere / de bayonetas
cercada / y el Cid, con camisa azul / por el cielo azul cabalga». Para
que se hagan idea. Pero la realidad estuvo lejos de eso. Rodrigo Díaz de Vivar,
que así se llamaba el fulano, era un vástago de la nobleza media burgalesa que
se crió junto al infante don Sancho, hijo del rey Fernando I de Castilla y
León. Está probado que era listo, valiente, diestro en la guerra y peligroso
que te rilas, hasta el punto de que en su juventud venció en dos épicos
combates singulares: uno contra un campeón navarro y otro contra un moro de
Medinaceli, y a los dos dio matarile sin despeinarse. En compañía del infante
don Sancho participó en la guerra del rey moro de Zaragoza contra el rey
cristiano de Aragón -la hueste castellana ayudaba al moro, ojo al dato-; y
cuando Fernando I, supongo que bastante chocho en su lecho de muerte, hizo la
estupidez de partir el reino entre sus cuatro hijos, Rodrigo Díaz participó
como alférez abanderado del rey Sancho I en la guerra civil de éste contra sus
hermanos. A Sancho le reventó las asaduras un sicario de su hermana Urraca; y
otro hermano, Alfonso, acabó haciéndose con el cotarro como Alfonso VI. A éste,
según leyenda que no está históricamente probada, Rodrigo Díaz le habría hecho
pasar un mal rato al hacerle jurar en público que no tuvo nada que ver en el
escabeche de Sancho. Juró el rey de mala gana; pero, siempre según la leyenda,
no le perdonó a Rodrigo el mal trago, y a poco lo mandó al destierro. La
realidad, sin embargo, fue más prosaica. Y más típicamente española. Por una
parte, Rodrigo había dado el pelotazo del siglo al casarse con doña Jimena
Díaz, hija y hermana de condes asturianos, que además de guapa estaba podrida
de dinero. Por otra parte, era joven, apuesto, valiente y con prestigio. Y
encima, chulo, con lo que no dejaban de salirle enemigos, más entre los propios
cristianos que entre la mahometana morisma. La envidia hispana, ya saben.
Nuestra deliciosa naturaleza. Así que la nobleza próxima al rey, los pelotas y
tal, empezaron a hacerle la cama a Rodrigo, aprovechando diversos incidentes
bélicos en los que lo acusaban de ir a su rollo y servir sus propios intereses.
Al final, Alfonso VI lo desterró; y el Cid -para entonces los moros ya lo
llamaban Sidi, que significa señor- se fue a buscarse la vida con
una hueste de guerreros fieles, imagínense la catadura de la peña, en plan
mercenario. Como para ponerse delante. No llegó a entenderse con los condes de
Barcelona, pero sí con el rey moro de Zaragoza, para el que estuvo currando
muchos años con éxito, hasta el punto de que derrotó en su nombre al rey moro
de Lérida y a los aliados de éste, que eran los catalanes y los aragoneses.
Incluso se dio el gustazo de apresar al conde de Barcelona, Berenguer Ramón II,
tras darle una amplia mano de hostias en la batalla de Pinar de Tévar. Así
estuvo la tira de años, luchando contra moros y contra cristianos en guerras
sucias donde todos andaban revueltos, acrecentado su fama y ganando pasta con
botines, saqueos y tal; pero siempre, como buen y leal vasallo que era,
respetando a su señor natural, el rey Alfonso VI. Y al cabo, cuando la invasión
almorávide acogotó a Alfonso VI en Sagrajas, haciéndolo comerse una derrota
como el sombrero de un picador, el rey se tragó el orgullo y le dijo al Cid:
«Oye, Sidi, échame una mano, que la cosa está chunga». Y éste, que en lo
tocante a su rey era un pedazo de pan, campeó por Levante -de paso saqueó la
Rioja cristiana, ajustando cuentas con su viejo enemigo el conde García Ordóñez-,
conquistó Valencia y la defendió a sangre y fuego. Y al fin, en torno a cumplir
50 tacos, cinco días antes de la toma de Jerusalén por los cruzados, temido y
respetado por moros y cristianos, murió en Valencia de muerte natural el más
formidable guerrero que conoció España. Al que van como un guante otros versos
que, éstos sí, me gustan porque explican muchas cosas terribles y admirables de
nuestra Historia: «Por necesidad batallo / y una vez puesto en la silla
/ se va ensanchando Castilla / delante de mi caballo».
Una historia de España (X)
Arturo Pérez - Reverte
Mientras Al Andalus se estancaba militarmente, con
una sociedad artesana y rural que cada vez era menos inclinada a las trompetas
y fanfarrias bélicas, los reinos cristianos del norte, monarquías jóvenes y
ambiciosas, se lo montaban más de chulitos y agresivos, ampliando territorios,
estableciendo alianzas y jugándose unos a otros la del chino Fumanchú en aquel
tira y afloja que ahora llamamos Reconquista, pero que entonces sólo era
buscarse la vida sin miras nacionales. Prueba de que aún no había conciencia
moderna de España ni sentimiento patriótico general es que, ya metidos en el
siglo XII, Alfonso VII repartió el reino de Castilla -unido entonces a León-
entre sus dos hijos, Castilla a uno y León a otro, y que Alfonso I dejó Aragón
nada menos que a las órdenes militares. Ese partir reinos en trozos, tan
diferente al impulso patriótico cristiano que a los de mi quinta nos vendieron
en el cole -y que tan actual sigue siendo en la triste España del siglo XXI-,
no era ni es nuevo. Se dio con frecuencia, prueba de que los reyes hispanos y
sus niños -añadamos una nobleza tan oportunista y desnaturalizada como nuestra
actual clase política- iban a lo suyo, y lo de la patria unificada tendría que
esperar un rato; hasta el punto de que todavía la seguimos esperando, o más
bien ya ni se la espera. El ejemplo más bestia de esa falta de propósito común
en la España medieval es Fernando I, rey de Castilla, León, Galicia y Portugal,
que en el siglo onceno hizo un esfuerzo notable, pero a su muerte lo echó a
perder repartiendo el reino entre sus hijos Sancho, Alfonso, García y Urraca,
dando lugar a otra de nuestras tradicionales y entrañables guerras civiles,
entre hermanos para variar, que tuvo consecuencias en varios sentidos incluido
el épico, pues de ahí surgió la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid
Campeador, cuya vida quedó contada en una buena película -Charlton Heston y
Sophia Loren- que, por supuesto, rodaron los norteamericanos. En esto del Cid,
de quien hablaremos con detalle en el siguiente capítulo, conviene precisar que
por aquel tiempo, con los moros locales bastante amariconados en la cosa
bélica, poco amigos del alfanje y tibios en cuanto a rigor islámico, empezaron
a producirse las invasiones de tribus fanáticas y belicosas que venían del
norte de África para hacerse cargo del asunto en plan Al Qaida.
Fueron, por orden, los almorávides, los almohades y los benimerines: gente
dura, de armas tomar, que sobre todo al principio no se casaba ni con su padre,
y que a menudo dio a los monarcas cristianos cera hasta en el carnet de
identidad. El caso es que así, poquito a poco, a trancas y barrancas, con altibajos
sangrientos, haciéndose pirulas, casándose, aliándose, construyendo cada cual
su catedral, matándose entre sí cuando no escabechaban moros, los reyes de
Castilla, León, Navarra, Aragón y los condes de Cataluña, cada uno por su
cuenta -Portugal iba aún más a su aire-, fueron ampliando territorios a costa
de la morisma hispana; que aunque se defendía como gato panza arriba y traía,
como dije, refuerzos norteafricanos para echar una mano -y luego no podía
quitárselos de encima-, se replegaba despacio hacia el sur, perdiendo ciudades
a chorros. La cosa empezó a estar clara con Fernando III de Castilla y León,
pedazo de rey, que tomó a los muslimes Córdoba, Murcia y Jaén, hizo tributario
al rey de Granada, y reforzado con tropas de éste conquistó Sevilla, que había
sido mora durante 500 años, y luego Cádiz. Su hijo Alfonso X fue uno de esos
reyes que por desgracia no frecuentan nuestra historia: culto, ilustrado, pese
a que hizo frente a otra guerra civil -la enésima, y las que vendrían- y a la
invasión de los benimerines, tuvo tiempo de componer, u ordenar hacerlo, tres
obras fundamentales: la Historia General de España -ojo al
nombre-, las Cantigas y el Código de las Siete
Partidas. Por esa época, en Aragón, un rey llamado Ramiro II el Monje,
conocedor de la idiosincrasia hispana, sobre todo la de los nobles -los
políticos de entonces- tuvo un detalle simpático: convocó a la nobleza local,
los decapitó a todos y con sus cabezas hizo una bonita exposición -hoy lo
llamaríamos arte moderno- conocida como La campana de Huesca. Por
esas fechas, un plumilla moro llamado Ibn Said, chico listo y con buen ojo,
escribió una frase sobre los bereberes que no me resisto a reproducir, porque
define perfectamente a los españoles musulmanes y cristianos de aquellos siglos
turbulentos, y también a buena parte de los de ahora mismo: «Son unos
pueblos a los que Dios ha distinguido particularmente con la turbulencia y la
ignorancia, y a los que en su totalidad ha marcado con la hostilidad y la
violencia».
Una historia de España (IX)
Arturo Pérez - Reverte
Estábamos en que la palabra Reconquista vino luego,
a toro pasado, y que los patriohistoriadores dedicados a glorificar el asunto
de la empresa común hispánica y tal mintieron como bellacos; así como también
mienten, sobre etapas posteriores, ciertos neohistoriadores del ultranacionalismo
periférico. En el tiempo que nos ocupa, los enclaves cristianos del norte
bastante tenían con arreglárselas para sobrevivir, y no estaban de humor para
soñar con recomponer Hispanias perdidas: unos pagaban tributo de vasallaje a
los moros de Al Andalus y todos se lo montaban como podían, a menudo haciéndose
la puñeta entre ellos, traicionándose y aliándose con el enemigo, hasta el
punto de que los emires musulmanes del sur, dándose con el codo, se decían unos
a otros: tranqui, colega Mojamé, colega Abdalá, que no hay color, dejemos que
esos cantamañanas se desuellen unos a otros -lo que demuestra, por otra parte,
que como profetas los emires tampoco tenían ni puta idea-. Cómo estarían las
cosas reconquistadoras de poco claras por ese tiempo, que el primer rey
cristiano de Pamplona del que se tiene noticia, Íñigo Arista, tenía un hermano
carnal llamado Muza que era caudillo moro, y entre los dos le dieron otra soba
después de Roncesvalles a Carlomagno; que en sus ambiciones sobre la Península
siempre tuvo muy mal fario y se diría que lo hubiese mirado un tuerto. El caso
es que así, poco a poco, entre incursiones, guerras y pactos a varias bandas
que incluían alianzas y tratados con moros o cristianos, según convenía, poco a
poco se fue formando el reino de Navarra, crecido a medida que el califato
cordobés y los musulmanes en general pasaban por períodos -españolísimos,
también ellos- de flojera y bronca interna, en un período en el que cada perro
se lamía su cipote, dicho en plata, y que acabó llamándose reinos de taifas,
con reyezuelos que, como su propio nombre indica, iban a su rollo moruno. Y de
ese modo, entre colonos que se la jugaban en tierra de nadie y expediciones
militares de unos y otros para saqueo, esclavos y demás parafernalia -eso de
saquear, violar y esclavizar era práctica común de la época en todos los
bandos, aunque ahora suene más bien raro-, la frontera cristiana se fue
desplazando alternativamente hacia arriba y hacia abajo, pero sobre todo hacia
abajo. Sancho III el Mayor, rey navarro, uno de los que le había puesto a
Almanzor los pavos a la sombra, pegó un soberbio braguetazo con la hija del
conde de Castilla, que era la soltera más cotizada de entonces, y organizó un
reino bastante digno de ese nombre, que al morir dividió entre sus hijos
-prueba de que eso de unificar España y echar de aquí a la mahometana morisma
todavía no le pasaba a nadie por la cabeza-. Dio Navarra a su hijo García,
Castilla a Fernando, Aragón a Ramiro, y a Gonzalo los condados de Sobrarbe y
Ribagorza. De esta forma se fue definiendo el asunto: los de Castilla y Aragón
tomaron el título de rey, y a partir de entonces pudo hablarse, con más rigor,
de reinos cristianos del norte y de Al Andalus islámico al Sur. En cuanto a
Cataluña, entonces feudataria de los vecinos reyes francos, fue ensanchándose
con gobernantes llamados condes de Barcelona. El primero de ellos que se
independizó de los gabachos fue Wifredo, por apodo el Pilós o Velloso, que
además de peludo debía de ser piadoso que te rilas, pues llenó el condado de
magníficos monasterios. Ciertos historiadores de pesebre presentan ahora al
buen Wifredo como primer rey de una supuesta monarquía catalana, pero no dejen
que les coman el tarro: reyes en Cataluña con ese nombre no hubo nunca. Ni de
coña. Los reyes fueron siempre de Aragón, y la cosa se ligó más tarde, como
contaremos cuando toque. De momento eran condes catalanes, a mucha honra. Y
punto. Por cierto, hablando de monasterios, dos detalles. Uno, que mientras en
el sur morube la cultura era urbana y se centraba en las ciudades, en el norte,
donde la gente era más bestia, se cultivaba en los monasterios, con sus
bibliotecas y todo eso. El otro punto es que por ese tiempo la Iglesia
Católica, que iba adquiriendo grandes posesiones rurales de las que sacaba
enormes ingresos, inventó un negocio estupendo, que podríamos llamar truco o
timo del monje ausente: cuando una aceifa mora asolaba la tierra y saqueaba el
correspondiente monasterio, los monjes lo abandonaban una larga temporada para
que los colonos que se buscaban la vida en la frontera se instalaran allí y
pusieran de nuevo las tierras en valor, cultivándolas. Y cuando la propiedad ya
era próspera de nuevo, los monjes reclamaban su derecho y se adueñaban de todo,
por la cara.
Una historia de España (VIII)
Arturo Pérez - Reverte
Al principio de la España musulmana, los reinos
cristianos del norte sólo fueron una nota a pie de página de la historia de Al
Andalus. Las cosas notables ocurrían en tierra de moros, mientras que la
cristiandad bastante tenía con sobrevivir, más mal que bien, en las escarpadas
montañas asturianas. Todo ese camelo del espíritu de reconquista, el fuego
sagrado de la nación hispana, la herencia visigodo-romana y demás parafernalia
vino luego, cuando los reinos norteños crecieron, y sus reyes y pelotillas
cortesanos tuvieron que justificar e inventarse una tradición y hasta una
ideología. Pero la realidad era más prosaica. Los cristianos que no tragaban
con los muslimes, más bien pocos, se echaron al monte y aguantaron como
pudieron, a la española, analfabetos y valientes en plan Curro Jiménez de la
época, puteando desde los riscos inaccesibles a los moros del llano. Don
Pelayo, por ejemplo, fue seguramente uno de esos bandoleros irreductibles, que
en un sitio llamado Covadonga pasó a cuchillo a algún destacamento moro
despistado que se metió donde no debía, le colocó hábilmente el mérito a la
Virgen y eso lo hizo famoso. Así fue creciendo su vitola y su territorio,
imitado por otros jefes dispuestos a no confraternizar con la morisma. El mismo
Pelayo, que era asturiano, un tal Íñigo Arista, que era navarro, y otros
animales por el estilo -los suplementos culturales de los diarios no debían de
mirarlos mucho, pero manejaban la espada, la maza y el hacha con una eficacia
letal- crearon así el embrión de lo que luego fueron reinos serios con más peso
y protocolo, y familias que se convirtieron en monarquías hereditarias. Prueba
de que al principio la cosa reconquistadora y las palabras nación y patria no
estaban claras todavía, es que durante siglos fueron frecuentes las alianzas y
toqueteos entre cristianos y musulmanes, con matrimonios mixtos y enjuagues de
conveniencia, hasta el extremo de que muchos reyes y emires de uno y otro bando
tuvieron madres musulmanas o cristianas; no esclavas, sino concertadas en
matrimonio a cambio de alianzas y ventajas territoriales. Y al final, como
entre la raza gitana, muchos de ellos acabaron llamándose primo, con lo que
mucha degollina de esa época quedó casi en familia. Esos primeros tiempos de
los reinos cristianos del norte, más que una guerra de recuperación de
territorio propiamente dicha fueron de incursiones mutuas en tierra enemiga,
cabalgadas y aceifas de verano en busca de botín, ganado y esclavos -una algara
de los moros llegó a saquear Pamplona, reventando, supongo, los Sanfermines ese
año-. Todo esto fue creando una zona intermedia peligrosa, despoblada, que se
extendía hasta el valle del Duero, en la que se produjo un fenómeno curioso,
muy parecido a las películas de pioneros norteamericanos en el Oeste: familias
de colonos cristianos pobres que, echándole huevos al asunto, se instalaban
allí para poblar aquello por su cuenta, defendiéndose de los moros y a veces
hasta de los mismos cristianos, y que acababan uniéndose entre sí para
protegerse mejor, con sus granjas fortificadas, monasterios y tal; y que, a su
heroica, brutal y desesperada manera, empezaron la reconquista sin imaginar que
estaban reconquistando nada. En esa frontera dura y peligrosa surgieron también
bandas de guerreros cristianos y musulmanes que, entre salteadores y
mercenarios, se ponían a sueldo del mejor postor, sin distinción de religión;
con lo que se llegó al caso de mesnadas moras que se lo curraban para reyes
cristianos y mesnadas cristianas al servicio de moros. Fue una época larga,
apasionante, sangrienta y cruel, de la que si fuéramos gringos tendríamos
maravillosas películas épicas hechas por John Ford; pero que, siendo españoles
como somos, acabó podrida de tópicos baratos y posteriores glorias
católico-imperiales. Aunque eso no le quite su interés ni su mérito. También
por ese tiempo el emperador Carlomagno, que era francés, quiso quedarse con un
trozo suculento de la península; pero guerrilleros navarros -imagínenselos- le
dieron las suyas y las de un bombero en Roncesvalles a la retaguardia del
ejército gabacho, picándola como una hamburguesa, y Carlomagno tuvo que
conformarse con el vasallaje de la actual Cataluña, conocida como Marca
Hispánica. También, por aquel entonces, desde La Rioja empezó a extenderse una
lengua magnífica que hoy hablan 450 millones de personas en todo el mundo. Y
que ese lugar, cuna del castellano, no esté hoy en Castilla, es sólo uno de los
muchos absurdos disparates que la peculiar historia de España iba a depararnos
en el futuro.
Una historia de España (VII)
Arturo Pérez - Reverte
Estábamos en que los musulmanes, o sea, los moros,
se habían hecho en sólo un par de años con casi toda la España visigoda; y que
la peña local, acudiendo como suele en socorro del vencedor, se convirtió al
Islam en masa, a excepción de una estrecha franja montañosa de la cornisa
cantábrica. El resto se adaptó al estilo de vida moruno con facilidad, prueba
inequívoca de que los hispanos estaban de la administración visigoda y de la
iglesia católica hasta el extremo del cimbel. La lengua árabe sustituyó a la
latina, las iglesias se convirtieron en mezquitas, en vez de rezar mirando a
Roma se miró a La Meca, que tenía más novedad, y la Hispania de romanos y
visigodos empezó a llamarse Al Andalus ya en monedas acuñadas en el año 716.
Calculen cómo fue de rápido el asunto, considerando que, sólo un siglo después
de la conquista, un tal Álvaro de Córdoba se quejaba de que los jóvenes
mozárabes -cristianos que aún mantenían su fe en zona musulmana- ya no
escribían en latín, y en los botellones de entonces, o lo que fuera, decían
«Qué fuerte, tía» en lengua morube. El caso fue que, con pasmosa rapidez, los
cristianos fueron cada vez menos y los moros más. Cómo se pondría la cosa que,
en Roma, el papa de turno emitió decretos censurando a los hispanos o españoles
cristianos que entregaban a sus hijas en matrimonio a musulmanes. Pero claro: ponerte
estrecho es fácil cuando eres papa, estás en Roma y nombras a tus hijos
cardenales y cosas así; pero cuando vives en Córdoba o Toledo y tienes
dirigiendo el tráfico y cobrando impuestos a un pavo con turbante y alfanje,
las cosas se ven de otra manera. Sobre todo porque ese cuento chino de una Al
Andalus tolerante y feliz, llena de poetas y gente culta, donde se bebía vino,
había tolerancia religiosa y las señoras eran más libres que en otras partes,
no se lo traga ni el idiota que lo inventó. Porque había de todo. Gente normal,
claro. Y también intolerantes hijos de la gran puta. Las mujeres iban con velo
y estaban casi tan fastidiadas como ahora; y los fanáticos eran, como siguen
siendo, igual de fanáticos, lleven crucifijo o media luna. Lo que, naturalmente,
tampoco faltó en aquella España musulmana fue la división y el permanente
nosotros y ellos. Al poco tiempo, sin duda contagiados por el clima local, los
conquistadores de origen árabe y los de origen bereber ya se daban por saco a
cuenta de las tierras a repartir, las riquezas, los esclavos y demás
parafernalia. Asomaba de nuevo las orejas la guerra civil que en cuanto pisas
España se te mete en la sangre -para entonces ya llevábamos unas cuantas-,
cuando ocurrió algo especial: como en los cuentos de hadas, llegó de Oriente un
príncipe fugitivo joven, listo y guapo. Se llamaba Abderramán, y a su familia
le había dado matarile el califa de Damasco. Al llegar aquí, con mucho arte, el
chaval se proclamó una especie de rey -emir, era el término técnico- e
independizó Al Andalus del lejano califato de Damasco y luego del de Bagdad,
que hasta entonces habían manejado los hilos y recaudado tributos desde lejos.
El joven emir nos salió inteligente y culto -de vez en cuando, aunque menos,
también nos pasa- y dejó la España musulmana como nueva, poderosa, próspera y
tal. Organizó la primera maquinaria fiscal eficiente de la época y alentó los
llamados viajes del conocimiento, con los que ulemas, alfaquíes,
literatos, científicos y otros sabios viajaban a Damasco, El Cairo y demás
ciudades de Oriente para traerse lo más culto de su tiempo. Después, los
descendientes de Abderramán, Omeyas de apellido, fueron pasando de emires a
califas, hasta que uno de sus consejeros, llamado Almanzor, que era listo y
valiente que te rilas, se hizo con el poder y estuvo veinticinco años
fastidiando a los reinos cristianos del norte -cómo crecieron éstos desde la
franja cantábrica lo contaremos otro día- en campañas militares o incursiones
de verano llamadas aceifas, con saqueos, esclavos y tal, una juerga absoluta,
hasta que en la batalla de Calatañazor le salió el cochino mal capado, lo
derrotaron y palmó. Con él se perdió un tipo estupendo. Idea de su talante lo
da un detalle: fue Almanzor quien acabó de construir la mezquita de Córdoba;
que no parece española por el hecho insólito de que, durante doscientos años,
los sucesivos gobernantes la construyeron respetando lo hecho por los
anteriores; fieles, siempre, al bellísimo estilo original. Cuando lo normal,
tratándose de moros o cristianos, y sobre todo de españoles, habría sido que
cada uno destruyera lo hecho por el gobierno anterior y le encargara algo nuevo
al arquitecto Calatrava.
Una historia de España (VI)
Arturo Pérez - Reverte
En el año 711, como dicen esos guasones versos que
con tanta precisión clavan nuestra historia: «Llegaron los sarracenos / y nos
molieron a palos; / que Dios ayuda a los malos / cuando son más que los
buenos». Suponiendo que a los hispano-visigodos se los pudiera llamar buenos.
Porque a ver. De una parte, dando alaridos en plan guerra santa a los infieles,
llegaron por el norte de África las tribus árabes adictas al Islam, con su
entusiasmo calentito, y los bereberes convertidos y empujados por ellos. Para
hacerse idea, sitúen en medio un estrecho de solo quince kilómetros de anchura,
y pongan al otro lado una España, Hispania o como quieran llamarla -los
musulmanes la llamaban Ispaniya, o Spania-, al estilo de la de ahora, pero en
plan visigodo, o sea, cuatro millones de cabrones insolidarios y cainitas, cada
uno de su padre y de su madre, enfrentados por rivalidades diversas, regidos
por reyes que se asesinaban unos a otros y por obispos entrometidos y atentos a
su negocio, con unos impuestos horrorosos y un expolio fiscal que habría hecho
feliz a Mariano Rajoy y a sus más infames sicarios. Unos fulanos, en suma,
desunidos y bordes, con la mala leche de los viejos hispanorromanos reducidos a
clases sociales inferiores, por un lado, y la arrogante barbarie visigoda
todavía fresca en su prepotencia de ordeno y mando. Añadan el hambre del
pueblo, la hipertrofia funcionarial, las ambiciones personales de los condes
locales, y también el hecho de que a algún rey de los últimos le gustaban las
señoras más de lo prudente -tampoco en eso hay ahora nada nuevo bajo el sol-, y
los padres, y tíos, y hermanos y tal de algunas prójimas le tenían al lujurioso
monarca unas ganas horrorosas. O eso dicen. De manera que una familia llamada
Witiza, y sus compadres, se compincharon con los musulmanes del otro lado,
norte de África, que a esas alturas y por el sitio (Mauretania) se llamaban
mauras, o moros: nombre absolutamente respetable que han mantenido hasta hoy, y
con el que se les conocería en todas las crónicas de historias escritas sobre
el particular -y fueron unas cuantas- durante los siguientes trece siglos. Y
entre los partidarios de Witiza y un conde visigodo que gobernaba Ceuta le
hicieron una cama de cuatro por cuatro al rey de turno, que era un tal Roderico,
Rodrigo para los amigos. Y en una circunstancia tan española -para que luego
digan que no existimos- que hasta humedece los ojos de emoción reconocernos en
eso tantos siglos atrás, prefirieron entregar España al enemigo, y que se fuera
todo a tomar por saco, antes que dejar aparte sus odios y rencores personales.
Así que, aprovechando -otra coincidencia conmovedora- que el tal Rodrigo estaba
ocupado en el norte guerreando contra los vascos, abrieron la puerta de atrás y
un jefe musulmán llamado Tariq cruzó el Estrecho (la montaña Yebel-Tariq,
Gibraltar, le debe el nombre) y desembarcó con sus guerreros, frotándose las
manos porque, gobierno y habitantes aparte, la vieja Ispaniya tenía muy buena
prensa entre los turistas muslimes: fértil, rica, clima variado, buena comida,
señoras guapas y demás. Y encima, con unas carreteras, las antiguas calzadas
romanas, que eran estupendas, recorrían el país y facilitaban las cosas para
una invasión, nunca mejor dicho, como Dios manda. De manera que cuando el rey
Rodrigo llegó a toda candela con su ejército en plan a ver qué diablos está
pasando aquí, oigan, le dieron las suyas y las del pulpo. Ocurrió en un sitio
del sur llamado La Janda, y allí se fueron al carajo la España
cristianovisigoda, la herencia hispanorromana, la religión católica y la madre
que las parió. Porque los cretinos de Witiza, el conde de Ceuta y los otros
compinches creían que luego los moros iban a volverse a África; pero Tariq y
otro fulano que vino con más guerreros, llamado Muza, dijeron «Nos gusta esto,
chavales. Así que nos quedamos, si no tenéis inconveniente». Y la verdad es que
inconvenientes hubo pocos. Los españoles de entonces, a impulsos de su natural
carácter, adoptaron la actitud que siempre adoptarían en el futuro: no hacer
nada por cambiar una situación; pero, cuando alguien la cambia por ellos y la
nueva se pone de moda, apuntarse en masa. Lo mismo da que sea el Islam,
Napoleón, la plaza de Oriente, la democracia, no fumar en los bares, no llamar
moros a los moros, o lo que toque. Y siempre, con la estúpida, acrítica,
hipócrita, fanática y acomplejada fe del converso. Así que, como era de prever,
después de La Janda las conversiones al Islam fueron masivas, y en pocos meses
España se despertó más musulmana que nadie. Como se veía venir.
Una historia de España (V)
Arturo Pérez - Reverte
Y fue el caso, o sea, que mientras el imperio se
iba a tomar por saco entre bárbaros por un lado y decadencia romana por otro, y
el mundo civilizado se partía en pedazos, en la Hispania ocupada por los
visigodos se discutía sobre el trascendental asunto de la Santísima Trinidad. Y
es que de entonces (siglo V más o menos), datan ya nuestros primeros pifostios
religiosos, que tanto iban a dar de sí en esta tierra antaño fértil en conejos
y siempre fértil en fanáticos y en gilipollas. Porque los visigodos, llamados
por los romanos para controlar esto, eran arrianos. O sea, cristianos
convertidos por el obispo hereje Arrio, que negaba que el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo tuvieran los mismos galones en la bocamanga; mientras que los
nativos de origen romano, católicos obedientes a Roma, sostenían lo de un Dios
uno, trino y no hay más que hablar porque lo quemo a usted si me discute. Así
prosiguió ese tira y afloja de las dos Hispanias, nosotros y ellos, quien no
está conmigo está contra mí, tan español como la tortilla de patatas o el paredón
al amanecer, con los obispos de unos y otros comiéndole la oreja a los reyes
godos, que se llamaban Ataúlfo, Teodoredo y tal. Hasta que en tiempos de
Leovigildo, arriano como los anteriores, consiguieron que su hijo Hermenegildo
se hiciera católico y liaron nuestra primera guerra civil; porque el niñato,
con el fanatismo del converso y la desvergüenza del ambicioso, se sublevó
contra su papi. Que en líneas generales estaba resultando ser un rey bastante
decente y casi había logrado, con mucho esfuerzo y salivilla, unificar de nuevo
esta casa de putas, a excepción de las abruptas tierras vascas; donde, bueno es
reconocerlo históricamente, la peña local seguía belicosamente enrocada en sus
montañas, bosques, levantamiento de piedras e irreductible analfabetismo
prerromano. El caso es que al nene Hermenegildo acabó capturándolo su
padre Leovigildo y le dio matarile por la que había liado; pero como el
progenitor era listo y conocía el paño, se quedó con la copla. Esto de una
élite dominante arriana y una masa popular católica no va a funcionar, pensó.
Con estos súbditos que tengo. Así que cuando estaba recibiendo los óleos llamó
a su otro hijo Recaredo -la monarquía goda era electiva, pero se las arreglaron
para que el hijo sucediera al padre- y le dijo: mira, chaval, éste es un país
con un alto porcentaje de hijos de puta por metro cuadrado, y su naturaleza se
llama guerra civil. Así que hazte católico, pon a los obispos de tu parte y
unifica, que algo queda. Si no, esto se va al carajo. Recaredo, chico listo, abjuró
del arrianismo, organizó el tercer concilio de Toledo, dejó que los obispos
proclamaran santo y mártir al capullo de su hermano difunto, desaparecieron los
libros arrianos -primera quema de libros de nuestra muy inflamable historia- y
la iglesia católica inició su largo y provechoso, para ella, maridaje con el
Estado español, o lo que esto fuera entonces; luna de miel que, con altibajos
propios de los tiempos revueltos que trajeron los siglos, se prolongaría hasta
hace poco en la práctica (confesores del rey, pactos, concordatos) y hasta hoy
mismo (véase la simpática cara de monseñor Rouco) en las consecuencias. De
todas formas, justo es reconocer que cuando los clérigos no andaban metidos en
política desarrollaban cosas muy decentes. Llenaron el paisaje de monasterios
que fueron focos culturales y de ayuda social, y de sus filas salieron fulanos
de alta categoría, como el historiador Paulo Orosio o el obispo Isidoro de
Sevilla -San Isidoro para los amigos-, que fue la máxima autoridad intelectual
de su tiempo, y en su influyente enciclopedia Etimologías, que
todavía hoy ofrece una lectura deliciosa, resumió con admirable erudición todo
cuanto su gran talento pudo rescatar de las ruinas del imperio devastado; de la
noche que las invasiones bárbaras habían extendido sobre Occidente, y que en
Hispania fue especialmente oscura. Con la única luz refugiada en los
monasterios, y la influyente iglesia católica moviendo hilos desde concilios,
púlpitos y confesionarios, los reyes posteriores a Recaredo, no precisamente
intelectuales, se enzarzaron en una sangrienta lucha por el poder que habría
necesitado, para contarla, al Shakespeare que, como tantas otras cosas, en
España nunca tuvimos. De los treinta y cinco reyes godos, la mitad palmaron
asesinados. Y en eso seguían cuando hacia el año 710, al otro lado del
Estrecho de Gibraltar, resonó un grito que iba a cambiarlo todo: No hay
otro Dios que Alá, y Mahoma es su profeta.
Una historia de España (IV)
Arturo Pérez - Reverte
Pues aquí estábamos, cuatro o cinco siglos después
de Cristo, en plena burbuja inmobiliaria, viviendo como ciudadanos del imperio
romano; que era algo parecido a vivir como obispos pero en laico, con minas,
agricultura, calzadas y acueductos, prósperos y tal, con el último modelo de
cuadriga aparcado en la puerta, hipotecándonos para ir de vacaciones a las
termas o comprar una segunda domus en el litoral de la Bética o la
Tarraconense. Viviendo de puta madre. Y con el boom del denario, y la
exportación de ánforas de vino, y la agricultura, la ganadería, las minas y el
comercio y las bailarinas de Gades todo iba como una traca. Y entonces -en
asuntos de Historia todo está inventado hace rato- llegó la crisis. La gente
dejó el campo para ir a las ciudades, la metrópoli absorbía cada vez más
recursos empobreciendo las provincias, los propietarios se tornaron más
ambiciosos y rapaces atrincherados en sus latifundios, los pobres fueron más
pobres y los ricos más ricos. Y por si éramos pocos, parió la abuela: nos
hicimos cristianos para ir al Cielo. Ahí echaron sus primeros dientes el
fanatismo y la intransigencia religiosa que ya no nos abandonarían nunca, y el
alto clero hispano empezó a mojar en todas las salsas, incluida la gran
propiedad rural y la política. A todo esto, los antiguos legionarios que habían
conquistado el mundo se amariconaron mucho, y en vez de apiolar bárbaros
(originalmente, bárbaro no significa salvaje, sino extranjero)
como era su obligación, se metieron también en política, poniendo y quitando
emperadores. Treinta y nueve hubo en medio siglo; y muchos, asesinados por sus
colegas. Entonces, para guarnecer las fronteras, el limes del Danubio, el muro
de Adriano y sitios así, les dijeron a los bárbaros de enfrente: «Oye, Olaf,
quédate tú aquí de guardia con el casco y la lanza que yo voy a Roma a por
tabaco». Y Olaf se instaló a este lado de la frontera con la familia, y cuando
se vio solo y con lanza llamó a sus compadres Sigerico y Odilón y les dijo:
«Venid pacá, colegas, que estos idiotas nos lo están poniendo a huevo». Y aquí
se vinieron todos, afilando el hacha. Y fue lo que se llamaron invasiones
bárbaras. Y para más Inri (que es una palabra romana) dentro de Roma estaban
otros inmigrantes, que eran los teutones, partos, pictos, númidas, garamantes y
otros fulanos que habían venido como esclavos, por la cara, o voluntarios para
hacer los trabajos que a los romanos, ya muy tiquismiquis, les daba pereza
hacer; y ahora con la crisis esos desgraciados no tenían otra que meterse a
gladiadores -que no tenían seguridad social- y luego rebelarse como Espartaco,
o buscarse la vida aun de peor manera. Y a ésos, por si fueran pocos, se les
juntaron los romanos de carnet, o sea, las clases media y baja empobrecidas por
la crisis económica, enloquecidas por los impuestos de los Montorus Hijoputus
de la época, asfixiadas por los latifundistas y acogotadas por los curas que
encima prohibían fornicar, último consuelo de los pobres. Así que entre todos
empezaron a hacerle la cama al imperio romano desde fuera y desde dentro, con
muchas ganas. Imagínense a la clase política de entonces, más o menos como
ahora la clase dirigente española, con el imperio-estado hecho una piltrafa, la
corrupción, la mangancia y la vagancia, los senadores Anasagastis, la peña
indignada cuando todavía no se habían puesto de moda las maneras políticamente
correctas y todo se arreglaba degollando. Añadan el sálvese quien pueda habitual,
y será fácil imaginar cómo aquello crujió por las costuras, acabándose lo
de «Para frenar el furor de la guerra, inclinar la cabeza bajo las
mismas leyes» (que escribió un tal Prudencio, de nombre adecuado al
caso). Las invasiones empezaron en plan serio a principios del siglo V: suevos
y vándalos, que eran pueblos germánicos rubios y tal, y alanos, que eran
asiáticos, morenos de pelo, y que se habían dado -calculen, desde Ucrania o por
allí- un paseo de veinte pares de narices porque habían oído que Hispania era
Jauja y había dos tabernas por habitante. El caso es que, uno tras otro, esos
animales liaron la pajarraca saqueando ciudades e iglesias, violando a las
respetables matronas que aún fueran respetables, y haciendo otras barbaridades,
como el sustantivo indica, propias de bárbaros. Con lo que la Hispania
civilizada, o lo que quedaba de ella, se fue a tomar por saco. Para frenar a
esas tribus, Roma ya no tenía fuerzas propias. Ni ganas. Así que contrató mano
de obra temporal para el asunto. Godos, se llamaban. Con nombres raros como
Ataúlfo y Turismundo. Y eran otra tribu bárbara, aunque un poquito menos.
Una historia de España (III)
Arturo Pérez - Reverte
Estábamos con Roma. En que Escipión, vencedor de
Cartago, una vez hecha la faena, dice a sus colegas generales «Ahí os dejo el
pastel», y se vuelve a la madre patria. Y mientras, Hispania, que aún no puede
considerarse España pero promete, se convierte, en palabras de no recuerdo qué
historiador, en sepulcro de romanos: doscientos años para pacificar
el paisaje, porque pueblos tipo Astérix tuvimos a punta de pala. El sistema
romano era picar carne de forma sistemática: legiones, matanza, crucifixión,
esclavos. Lo típico. Lo gestionaban unos tíos llamados pretores, Galba y otros,
que eran cínicos y crueles al estilo de los malos de las películas, en plan
sheriff de Nottingham, especialistas en engañar a las tribus con pactos que
luego no cumplían ni de lejos. El método funcionó lento pero seguro, con
altibajos llamados Indíbil, Mandonio y tal. El más altibajo de todos fue
Viriato, que dio una caña horrorosa hasta que Roma sobornó a sus capitanes y
éstos le dieron matarile. Su tropa, mosqueada, resistió numantina en una ciudad
llamada Numancia, que aguantó diez años hasta que el nieto de Escipión acabó
tomándola, con gran matanza, suicidio general (eso dicen Floro y Orosio, aunque
suena a pegote) y demás. Otro que se puso en plan Viriato fue un romano guapo y
listo llamado Sertorio, quien tuvo malos rollos en su tierra, vino aquí, se
hizo caudillo en el buen sentido de la palabra, y estuvo dando por saco a sus
antiguos compatriotas hasta que éstos, recurriendo al método habitual -la
lealtad no era la más acrisolada virtud local- consiguieron que un antiguo
lugarteniente le diera las del pulpo. Y así, entre sublevaciones, matanzas y
nuevas sublevaciones, se fue romanizando el asunto. De vez en cuando surgían
otras numancias, que eran pasadas por la piedra de amolar sublevatas. Una de
las últimas fue Calahorra, que ofreció heroica resistencia popular -de ahí
viene el antiguo refrán «Calahorra, la que no resiste a Roma es zorra»-.
Etcétera. La parte buena de todo esto fue que acabó, a la larga, con las
pequeñas guerras civiles celtíberas; porque los romanos tenían el buen hábito
de engañar, crucificar y esclavizar imparcialmente a unos y a otros, sin
casarse ni con su padre. Aun así, cuando se presentaba ocasión, como en la
guerra civil que trajeron Julio César y los partidarios de Pompeyo, los
hispanos tomaban partido por uno u otro, porque todo pretexto valía para quemar
la cosecha o violar a la legítima del vecino, envidiado por tener una cuadriga
con mejores caballos, abono en el anfiteatro de Mérida u otros privilegios. El
caso es que paz, lo que se dice paz, no la hubo hasta que Octavio Augusto, el
primer emperador, vino en persona y le partió el espinazo a los últimos
irreductibles cántabros, vascones y astures que resistían en plan hecho diferencial,
enrocados en la pelliza de pieles y el queso de cabra -a Octavio iban a irle
con reivindicaciones autonómicas, mis primos-. El caso es que a partir de
entonces, los romanos llamaron Hispania a Hispania, dividiéndola en cinco
provincias. Explotaban el oro, la plata y la famosa triada mediterránea: trigo,
vino y aceite. Hubo obras públicas, prosperidad, y empresas comunes que
llenaron el vacío que (véase Plutarco, chico listo) la palabra patria había
tenido hasta entonces. A la gente empezó a ponerla eso de ser romano: las
palabras hispanus sum, soy hispano, cobraron sentido dentro del
cives romanus sum general. Las ciudades se convirtieron en
focos económicos y culturales, unidos por carreteras tan bien hechas que
algunas se conservan hoy. Jóvenes con ganas de ver mundo empezaron a alistarse
como soldados de Roma, y legionarios veteranos obtuvieron tierras y se casaron
con hispanas que parían hispanorromanitos con otra mentalidad: gente que sabía
declinar rosa-rosae y estudiaba para arquitecto de acueductos
y cosas así. También por esas fechas llegaron los primeros cristianos; que,
como monseñor Rouco aún no había sido ordenado obispo -aunque estaba a punto-,
todavía se dedicaban a lo suyo, que era ir a misa, y no daban la brasa con el
aborto y esa clase de cosas. Prueba de que esto pintaba bien era la peña que
nació aquí por esa época: Trajano, Adriano, Teodosio, Séneca, Quintiliano,
Columela, Lucano, Marcial... Tres emperadores, un filósofo, un retórico, un
experto en agricultura internacional, un poeta épico y un poeta satírico. Entre
otros. En cuanto a la lengua, pues oigan. Que veintitantos siglos después el
latín sea una lengua muerta, es inexacto. Quienes hablamos en castellano,
gallego o catalán, aunque no nos demos cuenta, seguimos hablando latín.
Una historia de España (II)
Arturo Pérez - Reverte
Como íbamos diciendo, griegos y fenicios se
asomaron a las costas de Hispania, echaron un vistazo al personal del interior
-si nos vemos ahora, imagínennos entonces en Villailergete del Arévaco, con
nuestras boinas, garrotas, falcatas y demás- y dijeron: pues va a ser que no,
gracias, nos quedamos aquí en la playa, turisteando con las minas y las
factorías comerciales, y lo de dentro que lo colonice mi prima, si tiene
huevos. Y los huevos, o parte, los tuvieron unos fulanos que, en efecto, eran
primos de los fenicios -«Venid, que lo tenéis fácil», dijeron éstos
aguantándose la risa- y se llamaban cartagineses porque vivían a dos pasos, en
Cartago, hoy Túnez o por allí. Y bueno. Llegaron los cartagineses muy sobrados
a fundar ciudades: Ibiza, Cartagena y Barcelona -esta última lo fue por Amílcar
Barça, creador también del equipo de fútbol que lleva su apellido y de la
famosa frase Cartago is not Roma-. Hubo, de entrada, un poquito de
bronca con algunos caudillos celtíberos (socios del Madrid según Estrabón, lo
que puede explicarlo todo) llamados Istolacio, Indortes y Orisón, entre otros,
que fueron debidamente masacrados y crucificados; entre otras cosas, porque
allí cada uno iba a su aire, o se aliaba con los cartagineses el tiempo
necesario para reventar a la tribu vecina, y luego si te he visto no me acuerdo
(me parece que eso es Polibio quien lo dice). Así que los de Cartago
destruyeron unas cuantas ciudades: Belchite -que se llamaba Hélice- y Sagunto,
que era próspera que te rilas. La pega estuvo en que Sagunto, antigua colonia
griega, también era aliada de los romanos: unos pavos que por aquel entonces
(siglo III antes de Cristo, echen cuentas) empezaban a montárselo de gallitos en
el Mediterráneo. Y claro. Se lió una pajarraca notable, con guerra y tal.
Encima, para agravar la cosa, el nieto de Amílcar, que se llamaba Aníbal y era
tuerto, no podía ver a Roma ni por el ojo sano, o sea, ni en fotos, porque de
pequeño lo habían obligado a zamparse Quo Vadis en la tele
cada Semana Santa, y acabó, la criatura, jurando odio eterno a los romanos. Así
que tras desparramar Sagunto, reunió un ejército que daba miedo verlo, con
númidas, elefantes y crueles catapultas que arrojaban películas de Pajares y
Esteso. Además, bajo el lema Vente con Aníbal, Pepe, alistó a
30.000 mercenarios celtíberos, cruzó los Alpes -ésa fue la primera mano de obra
española cualificada que salió al extranjero- y se paseó por Italia dando
estiba a diestro y siniestro. El punto chulo de la cosa es que, gracias al
tuerto, nuestros honderos baleares, jinetes y acuchilladores varios,
precursores de los tercios de Flandes y de la selección española, participaron
en todas las sobas que Aníbal dio a los de Roma en su propia casa, que fueron
unas cuantas: Tesino, Trebia, Trasimeno y la final de copa en Cannas, la más
vistosa de todas, donde palmaron 50.000 enemigos, romano más, romano menos. La
faena fue que luego, en vez de seguir todo derecho hasta Roma por la vía Apia y
rematar la faena, Aníbal y sus huestes, hispanos incluidos, se quedaron por
allí dedicados al vicio, la molicie, las romanas caprichosas, las costumbres
licenciosas y otras rimas procelosas. Y mientras ellos se tiraban a la bartola,
o a la Bartola, según, un general enemigo llamado Escipión desembarcó
astutamente en España a la hora de la siesta, pillándolos por la retaguardia.
Luego conquistó Cartagena y acabó poniéndole al tuerto los pavos a la sombra;
hasta que éste, retirado al norte de África, fue derrotado en la batalla de
Zama, donde se suicidó para no caer en manos enemigas, por vergüenza torera,
ahorrándose así salir en el telediario con los carpetanos, los cántabros y los
mastienos que antes lo aplaudían como locos cuando ganaba batallas, amontonados
ahora ante el juzgado -actitudes ambas típicamente celtíberas- llamándolo
cobarde y chorizo. El caso es que Cartago quedó hecho una piltrafa, y Roma se
calzó Hispania entera. Sin saber, claro, dónde se metía. Porque si la Galia,
con toda su vitola irreductible de Astérix, Obélix y demás, Julio César la
conquistó en nueve años, para España los romanos necesitaron doscientos.
Calculen la risa. Y el arte. Pero es normal. Aquí nunca hubo patria, sino jefes
(lo dice Plutarco en la biografía de Sertorio). Uno en cada puto pueblo:
Indíbil, Mandonio, Viriato. Y claro. A semejante peña había que ir dándole
matarile uno por uno. Y eso, incluso para gente organizada como los romanos,
lleva su tiempo.
Una historia de España (I)
Arturo Pérez - Reverte
Érase una vez una piel de toro con forma de España -llamada Ishapan: tierra de
buenos conejos :-) , les juro que la palabra significaba eso-, habitada por un
centenar de tribus, cada una de las cuales tenía su lengua e iba a su rollo. Es
más: procuraban destriparse a la menor ocasión, y sólo se unían entre sí para
reventar al vecino que (a) era más débil, (b) destacaba por tener las mejores
cosechas o ganados, o (c) tenía las mujeres más guapas, los hombres más
apuestos y las chozas más lujosas. Fueras cántabro, astur, bastetano, mastieno,
ilergete o lo que se terciara, que te fueran bien las cosas era suficiente para
que se juntaran unas cuantas tribus y te pasaran por la piedra, o por el
bronce, o por el hierro, según la época prehistórica que tocara. Envidia y mala
leche al cincuenta por ciento (véanse carbono 14 y pruebas genéticas de Adn).
El caso es que así, en plan general, toda esa pandilla de hijos de puta, tan
prolífica a largo plazo, podía clasificarse en dos grandes grupos étnicos:
iberos y celtas. Los primeros eran bajitos, morenos, y tenían más suerte con el
sol, las minas, la agricultura, las playas, el turismo fenicio y griego y otros
factores económicos interesantes (véanse folletos de viajes de la época). Los
celtas, por su parte, eran rubios, ligeramente más bestias y a menudo más
pobres, cosa que resolvían haciendo incursiones en las tierras del sur, más que
nada para estrechar lazos con las iberas; que aunque menos exuberantes que las
rubias de arriba, tenían su puntito meridional y su morbo cañí (véase Dama de
Elche). Los iberos, claro, solían tomarlo a mal, y a menudo devolvían la
visita. Así que cuando no estaban descuartizándose en su propia casa, iberos y
celtas se la liaban parda unos a otros, sin complejos ni complejas. Facilitaba
mucho el método una espada genuinamente aborigen llamada falcata:
prodigio de herramienta forjada en hierro (véase Diodoro de Sicilia, que la
califica de magnífica), que cortaba como hoja de afeitar y que, cual era de
esperar en manos adecuadas, deparó a iberos, celtas y resto de la peña
apasionantes terapias de grupo y bonitos experimentos colectivos de cirugía en
vivo y en directo. Ayudaba mucho que, como entonces la península estaba tan
llena de bosques que una ardilla podía recorrerla saltando de árbol en árbol,
todas aquellas ruidosas incursiones, destripamientos con falcata y demás actos
sociales podían hacerse a la sombra, y eso facilitaba las cosas. Y las ganas.
Animaba mucho, vamos. De cualquier modo, hay que reconocer que en el
arte de picar carne propia o ajena, tanto iberos como celtas, y luego esos
celtíberos resultado de tantas incursiones románticas piel de toro arriba o
piel de toro abajo, eran auténticos virtuosos. Feroces y valientes hasta el
disparate (véanse el No-do de entonces y los telediarios de Teleturdetania), la
vida propia o ajena les importaba literalmente un carajo; morían matando cuando
los derrotaban y cantando cuando los crucificaban, se suicidaban en masa cuando
palmaba el jefe de la tribu o perdía su equipo de fútbol, y las señoras eran de
armas tomar. O sea. Si eras enemigo y caías vivo en sus manos, más te valía no
caer. Y si además aquellas angelicales criaturas de ambos sexos acababan de
trasegar unas litronas de caelia -cerveza de la época, como la
San Miguel o la Cruzcampo, pero en basto-, ya ni te cuento. Imaginen los
botellones que liaban mis primos. Y primas. Que en lo religioso, por cierto, a
falta todavía de monseñores que pastoreasen sus almas prohibiéndoles la
coyunda, el preservativo y el aborto, y a falta también del bañador de Falete y
de Sálvame para babear en grupo, rendían culto a los ríos -de
ahí procede el refrán celtíbero de perdidos, al río-, las montañas,
los bosques, la luna y otros etcéteras. Y éste era, siglo arriba o siglo abajo,
el panorama de la tierra de conejos cuando, sobre unos 800 años antes de que el
Espíritu Santo en forma de paloma visitara a la Virgen María, unos marinos y
mercaderes con cara de pirata, llamados fenicios, llegaron por el Mediterráneo
trayendo dos cosas que en España tendrían desigual prestigio y fortuna: el
dinero -la que más- y el alfabeto -la que menos-. También fueron los fenicios
quienes inventaron la burbuja inmobiliaria adquiriendo propiedades en la costa,
adelantándose a los jubilados anglosajones y a los simpáticos mafiosos rusos
que bailan los pajaritos en Benidorm. Pero de los fenicios, de los griegos y de
otra gente parecida, hablaremos en un próximo capítulo. O no.
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