XLSemanal -
19/11/2012
Arturo Pérez-Reverte
El proyecto es
caro, naturalmente. Los expertos lo estiman en unos 100.000 euros; así
que Cervantes y sus huesos sin identificar seguirán durmiendo tranquilos su
modorra de siglos, porque dudo que en estos tiempos difíciles de austeridad y
recortes alguien invierta un céntimo en removerlos. Esto no es Inglaterra con su
Shakespeare, ni Francia con su Montaigne, ni Alemania con su Goethe. Para tales
cosas, ni siquiera somos Italia -que ya nos gustaría, a algunos- con su
patriotismo cultural y su dilatado panteón de mármol y gloria. En España, o como
se llame esta descojonación de Espronceda en la que habitamos, la cultura, la
memoria y la vergüenza torera siempre fueron los primeros rehenes a ejecutar por
parte de los golfos, los fanáticos, los idiotas y los indiferentes. Las
prioridades -léase clase política y su propio estado del bienestar- son las
prioridades. Aparte el hecho de que rescatar a estas alturas del putiferio los
restos del hombre que fijó el canon del castellano, también llamado español
-Franco firmaba sus sentencias de muerte en esa lengua opresora y fascista-,
sería considerado un acto de provocación intolerable y una agresión a las
sensibilidades y lenguas periféricas; tan nobles, o incluso más, todas ellas.
Desde cualquier punto de vista, por tanto, éstos no son tiempos simpáticos para
gastar dinero removiendo huesos; y mucho menos con las incertidumbres de una
búsqueda que tiene altas probabilidades de fracaso. Sin embargo, la idea de
encontrar y honrar los restos de Cervantes sigue siendo hermosa. Y la Academia,
entre cuyos fines se cuenta «mantener vivo el recuerdo de quienes, en España
o en América, han cultivado con gloria nuestra lengua», seguirá atenta a
ello, por si algún día un mecenazgo adecuado, un ministerio de Cultura
quijotesco -y nunca sería tan adecuado el adjetivo-, una universidad extranjera
o un inesperado golpe de suerte permitiesen emprender los trabajos. Algún día.
Quizá. Tal vez. Puede ser. Quién sabe.
De todas formas, cuando lo pienso un poco, concluyo que tal vez sea
mejor así. El autor de la novela más grande e inmortal, el escritor
modernísimo que marcó para siempre la literatura universal, el soldado que nos
enseñó a hablar y a escribir una lengua bellísima y eficaz que comparten casi
500 millones de seres humanos, fue toda su vida víctima de la ingratitud, la
calumnia, la mala suerte y la envidia, vivió de fracaso en fracaso, murió
anciano, pobre y casi ignorado por sus compatriotas, y recibió sepultura en la
humilde fosa común de un convento de Madrid. Había nacido en España, y eso lo
resume todo. Así que, bien mirado, no hay para don Miguel de Cervantes túmulo
más simbólico e inequívocamente español que ese viejo convento de ladrillo
perdido en el centro de Madrid -hasta la calle, ironía póstuma, se llama Lope de
Vega-, bajo cuyos muros, revueltos con otros huesos, duermen los suyos
nobilísimos en el polvo de los siglos. Y los pocos que conocen y recuerdan, los
escasos transeúntes que pasan junto a las Trinitarias y se detienen un momento
para apoyar una mano en el muro de ladrillo mientras dedican una sonrisa triste
y agradecida a la memoria del autor del Quijote, saben que, para un
hombre como él, en patria tan miserable e ingrata como la suya, no es posible
imaginar monumento funerario más perfecto que ése.
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