Valentía, arrojo, buena capacidad estratégica o, incluso, suerte.
Fueron muchas las causas que se aunaron para que aquel 4 de febrero de 1860
25.000 soldados españoles
al mando del general O'Donnell lograran tomar el campamento marroquí del
comandante Muley Achmed, el cual estaba protegido por 35.000 musulmanes y defendía Tetuán. Sin
embargo, ya fuese por un golpe del destino o por el buen hacer de la artillería
hispana, lo cierto es que no sólo se logró el objetivo, sino que aquella
victoria cambió el destino de la que, a la postre, fue denominada como la Guerra
de África, pues permitió a las tropas de nuestro país entrar en una de las
ciudades enemigas de mayor importancia estratégica.
Corría por entonces 1859, época en la que
Leopoldo
O'Donnell –político de profesión y soldado de carrera- se encontraba al
frente de España, un país que, desde hacía varios años, se había acostumbrado ya
al cambio de mandatarios y a los pronunciamientos militares (rebeliones
castrenses, que se podría decir también). Era, en definitiva, una época en la
que los cambios de gobierno por la fuerza eran muchos más de los deseados.
Sin embargo, la fragilidad del poder no era el único problema que resonaba en la cabeza de
O'Donnell. Y es que, este militar estaba también hasta las fosas nasales
de que los territorios españoles ubicados en África (Ceuta y Melilla) sufrieran
ataques constantes por parte de grupos armados locales. En todas esas cosas
debería estar pensando este general cuando, en agosto de 1859, una partida
marroquí de una cabila cercana no tuvo mejor idea que asaltar espada y fusil en
mano a unos operarios hispanos cerca del territorio ceutí.
Esto acabó con la paciencia de Prim quien (casi seguro que con algún
que otro «hijo de…») exigió al sultán de Marruecos que castigara de forma
ejemplar a aquellos molestos súbditos. En cambio, parece que la idea no gustó
demasiado al regente, que denegó aquella petición. No había más que hablar y,
sin dudarlo, el presidente del gobierno pidió autorización a Francia e
Inglaterra para declarar la guerra al territorio africano. Con un «oui» gabacho
y un «yes» británico bastó, y el 22 de octubre comenzó la Guerra
de África.
Sin embargo, y a pesar de que ese ataque fue la causa oficial de la guerra,
parece que, a día de hoy, todavía existe controversia sobre si hubo o no algún
origen oculto que motivara esta contienda. «Varios autores consideran (al propio
O'Donnell) el instigador de la Guerra de África de 1859 - 1860, con la que
pretendía mantener ocupado a un ejército demasiado acostumbrado a los
pronunciamientos, unificar los diferentes partidos políticos y recuperar el
prestigio de España como nación», destaca
Salvador Acaso Deltell en su obra «Una guerra olvidada.
Marruecos 1859-1860».
Camino a África
Fuera por la causa que fuese, lo cierto es que todos los partidos
políticos apoyaron la contienda. Lo mismo sucedió con los ciudadanos
(especialmente vascos y catalanes), los cuales abarrotaron los centros de
reclutamiento en un breve período de tiempo. Así pues, semanas más tarde partió
desde Algeciras en dirección a las costas Marroquíes una hueste formado por
36.000 hombres, 75 piezas de artillería y 41 navíos. Su objetivo estaba claro:
tomar la ciudad de Tetuán (a 40 Km de Ceuta). Aquel contingente, dirigido
personalmente por el propio O'Donnell sería conocido como el Ejército de
África.
Tras desembarcar, los españoles participaron en distintas batallas
hasta que, a principios de febrero y tras varias victorias, estaban listos para
tomar Tetuán. Sin embargo, para ello necesitaban conquistar el campamento
militar de Muley Achmed, ubicado cerca de la ciudad y en el que se atrincheraba
un numeroso ejército. Durante las jornadas posteriores, el contingente hispano
acampó a varios kilómetros del enclave –cerca del río Martín- e inició los
preparativos para el ataque. La batalla estaba servida.
Llegan los refuerzos catalanes
Cuando el sol despuntó el 3 de febrero sobre aquel cálido páramo, el
aire ya transportaba vientos de guerra. Y es que, ya fuera por el ajetreo
constante que llegaba desde los buques –de los cuales no paraban de bajar
suministros destinados al Ejército de África- o por las constantes idas y
venidas de los oficiales, lo cierto es que no había un solo individuo en el
campamento español que no supiera que, en pocas horas, se tendría que jugar el
bigote, la barba y las gónadas por su país.
Esa misma jornada, y a la par que los pertrechos, desembarcaron
también los voluntarios procedentes de Cataluña. Concretamente, de los buques de
transporte bajaron medio millar de hombres que, aunque carecían de experiencia
en combate, se mostraron decididos a entregar su vida por la tierra española y,
como no, por cada uno de sus compañeros pertenecientes al Ejército de África.
Los refuerzos, al fin, habían llegado, y justo a tiempo para la lucha.
Así recuerda aquel suceso
Pedro Antonio de Alarcón, un periodista que, alistado también
como soldado, plasmó en sus artículos los pasos de este episodio español en
Marruecos: «Son las cinco de la tarde y vengo de presenciar una escena
arrebatadora. Las compañías de voluntarios catalanes (,,,) acaban de desembarcar
en este momento. (…) Son cerca de quinientos hombres. Visten el clásico traje de
su país; calzón y chaqueta de pana azul, gorro frigio, botas amarillas, canana
por cinturón, chaleco listado, pañuelo de colores anudado al cuello y manta a la
bandolera. Sus armas son el fusil y la bayoneta. Sus cantineras, bellísimas. Su
jefe es un comandante, joven todavía, llamado Victoriano Sugrañés. Tres cruces
de San Fernando adornan su pecho».
Novatos, sí (bisoños, que dirían entonces), pero bravos, pues no
dudaron en pedir de forma unánime que se les concediera el honor de combatir en
vanguardia, algo que el general en jefe –O'Donnell- les concedió. De hecho, tal
era su decisión de repartir balas por España que el general Prim –también
catalán- movió los hilos para que ingresaran en su cuerpo de ejército. Así pues,
y al día siguiente, este veterano oficial dispararía al lado de sus paisanos.
Un discurso por la victoria
Con todo, Prim sabía que el valor de las tropas bisoñas solía decaer
tras los primeros disparos enemigos, por lo que, aquella tarde, se subió a lomos
de su caballo y vistió sus mejores galas para arengar a sus nuevos soldados con
el siguiente discurso: «Catalanes: Acabáis de ingresar en un ejército bravo y
aguerrido; el Ejército de África, cuyo renombre llena ya el universo. Vuestra
fortuna es grande; pues habéis llegado a tiempo de combatir al lado de estos
valientes, Mañana mismo marcharéis con ellos sobre Tetuán. Catalanes, vuestra
responsabilidad es inmensa; estos bravos que os rodean (…) son los vencedores de
veinte combates; han sufrido todo género de fatigas y privaciones; han luchado
con el hambre y con los elementos (….) y todo lo han soportado sin murmurar. Así
lo habéis de soportar vosotros».
Acto seguido, el general terminó su alocución dejando claro a sus
subordinados que era mejor morir en combate que sobrevivir tras una deshonrosa
retirada: «Es menester sufrir y obedecer sin murmurar; es necesario que
correspondáis con vuestras virtudes al amor que yo os profeso, y que os hagáis
dignos con vuestra conducta de los honores con que os ha recibido este glorioso
ejército. (…) Y no queda aquí la responsabilidad que pesa sobre vosotros. Pensad
en la tierra que os ha (…) enviado a esta campaña; pensad en que representáis
aquí el honor y la gloria de Cataluña. (…) Uno solo de vosotros que sea cobarde
labrará la desgracia y la mengua de Cataluña –Yo no lo espero-. (…) Si
correspondéis a mis esperanzas y a las de todos vuestros paisanos pronto
tendréis la dicha de abrazar a vuestras familias (…) y (todos) dirán llenos de
orgullo: (…): “Tu eres un bravo catalán”».
Hacia el combate
A la mañana siguiente, con la llegada del alba, los soldados
iniciaron el desmantelamiento del campamento, pues no concebían volver allí esa
noche. Por el contrario, pretendían encontrar cobijo en el campamento enemigo
tras expulsar a sus actuales inquilinos a base de guantazos. No eran ni las
nueve de la mañana cuando la infantería comenzó a formar en orden perfecto cerca
del río Martín.
«Un momento después no había más tiendas a las orillas del Martín que
las del cuerpo de reserva, que debía permanecer allí defendiendo los fuertes
últimamente construidos y protegiendo nuestra retaguardia: nuestro campamento de
diez y ocho días desapareció como por encanto (…) Entre tanto, la tropa había
tomado un ligero rancho y se formaba ya por batallones en el lugar que antes
ocupaban sus tiendas. Dióse, por último, la señal de partir, y las tropas
empezaron su movimiento, atravesando el río Alcántara por cuatro puentes que el
cuerpo de ingenieros había echado la noche anterior», señala Alarcón en sus
escritos.
Tras unos pocos minutos, los casi 25.000 hombres (fusil al hombro –la
infantería- y lanza o espada en alto –la caballería-) se situaron en sus
respectivos batallones. A la izquierda, cubriendo su flanco con el cauce del
Martín, se ubicó el Tercer Cuerpo de Ejército comandado por el general Antonio
Ros de Olano (el cual disponía, entre otras cosas, de tres escuadros de
artillería a caballo). En el centro se posicionaron los temibles cañones pesados
españoles, varias baterías dispuestas a hacer volar por los aires las
convicciones marroquíes. A la derecha dispuso el Segundo Cuerpo de Ejército el
general Juan Prim con los voluntarios catalanes a la cabeza. Más a la derecha
-si cabe- se colocó el Cuarto Cuerpo de Ejército a cargo del general Ríos con el
objetivo de evitar que el enemigo envolviera al grueso del Ejército de África.
Finalmente, la División de Caballería del general Alcalá Galiano espoleó a sus
monturas para instalarse en medio del contingente en retaguardia.
Al mando de todos los Cuerpos de Ejército se situó O'Donnell como
general en jefe, quien no pudo más que vislumbrar con orgullo a su imponente
fuerza. Sin embargo, frente a todos ellos se disponían más de 35.000 enemigos
que ya habían comenzado a preparar sus defensas para, a base de espingarda (un
fusil extremadamente largo) y cimitarra, obligar a los cristianos a reunirse con
aquel Dios que tanto mencionaban. Sus órdenes eran simples: evitar que aquellos
herejes no tomaran el acuartelamiento, pues, en ese caso, nada evitaría que
entraran casi sin oposición en la próxima Tetuán.
La artillería, la heroína de la contienda
Aproximadamente a las 10 de la mañana O'Donnell dio la señal de
ataque. A su orden, todos los cuerpos de ejército avanzaron como si fueran uno
hacia el campamento marroquí, donde el enemigo comenzaba a cargar sus fusiles y
afinaba su puntería tras la seguridad de sus muros y trincheras. Unos minutos
después, los defensores iniciaron un incesante cañoneo sobre las tropas
españolas, las cuales, a pesar del terror que provocaba ver caer cientos de
bolardos metálicos cerca, continuaron la marcha.
Fue entonces cuando los marroquíes movieron ficha. Concretamente, de
su acuartelamiento salieron 4.000 jinetes dispuestos a derramar sangre roja,
amarilla y roja. Apoyados por el incesante fuego de su artillería, los
caballeros giraron las riendas en dirección al flanco derecho español. Al
parecer, pretendían flanquear al Ejército de África para atacarle por
retaguardia. Por suerte, OŽDonnell ya había previsto este movimiento y, para
evitarlo, había ubicado en el extremo del campo de batalla al general Ríos,
sobre quien ahora recaía la responsabilidad de detener a los caballeros. Así
pues, salva tras salva, los soldados del Cuarto Cuerpo de Ejército barrieron las
líneas enemigas lanzando una constante lluvia de plomo.
Mientras, la marcha española continuó impasible hasta que las tropas
se encontraron a menos de un kilómetro del campamento moro. «(Los cañones
marroquíes nos causaban) insignificantes pérdidas, pues casi siempre teníamos la
fortuna de que sus proyectiles cayesen en los claros de los batallones:
llegamos, en fin, a encontrarnos a un kilómetro de sus baterías, y sólo entonces
mandó el general en jefe hacer alto a nuestras masas y avanzar la artillería de
reserva. Diez y seis cañones ocuparon instantáneamente nuestra vanguardia y
rompieron un vivísimo fuego contra la posición enemiga. Una densa cortina de
humo nos robó por un instante la vista del campamento moro: un largo trueno
ensordeció el espacio», señala el periodista hispano.
En los siguientes minutos, las piezas de artillería españolas
lanzaron una constante lluvia de fuego sobre el campamento marroquí y, más
concretamente, sobre los cañones enemigos, muchos de los cuales explotaron o
quedaron inservibles ante tal ataque. A su vez, los obuses hispanos acribillaron
los endebles muros enemigos y a sus defensores, cuyas extremidades, según el
propio Alarcón, volaron en muchos casos por los aires segadas y amputadas.
Fue entonces cuando un disparo fortuito sobre un polvorín marroquí
terminó con la moral de los defensores. «¡Oh, fortuna! ¡Una granada nuestra
había caído en uno de sus repuestos de pólvora y lo había volado! – ¡Qué
regocijo en nuestras filas! ¡Cómo se adivinan los estragos que habrá producido
este contratiempo en los reales enemigos!», completa el reportero en sus
artículos. OŽDonnell sabía que debía aprovechar este golpe a la moral enemiga, y
se preparó para dar la orden de ataque definitiva.
Al asalto
Con la mayoría de los cañones enemigos fuera de combate, los
batallones siguieron avanzando -aunque esta vez sin oposición-, hacia los muros
del campamento marroquí. Allí, los defensores se hallaban con el dedo sobre los
gatillos de sus miles de espingardas, las cuales dispararían en cuanto las
tropas españolas se encontrasen a una distancia recomendable. No obstante, la
vista de estos fusiles no intimidó al Ejército de África y, cuando O'Donnell
consideró que sus tropas se encontraban a una distancia de medio kilómetro,
ordenó el asalto definitivo bayoneta en ristre.
«-¡Ahora!-¡Ya!-¡Viva la reina! ¡A la bayoneta! ¡A ellos!- grita de
pronto el general O'Donnell, cuando calcula que nuestra infantería puede llegar
de un solo aliento, de una sola carrera, a las trincheras moras, y saltarlas y
penetrar en los campamentos. -¡A la bayoneta! ¡A ellos!- contestan veinte mil
voces. Y todas las músicas, todas las cornetas, todos los tambores repiten la
señal de ataque», señala Alarcón en su obra. Sin dudarlo, más de 15.000 hombres
iniciaron a voz en grito el asedio bajo el fuego de los defensores que, ya sí,
descargaron todas sus espingardas sobre los hispanos provocando multitud de
muertos.
En vanguardia: el asedio catalán
Mientras los flancos del campamento eran rodeados por el resto del
contingente español, el Segundo Cuerpo de Ejército de Prim avanzó de frente
contra los marroquíes. «Los voluntarios catalanes marchaban en primera línea
como solicitaron y se les concedió. En su ímpetu, llegaron a menos de veinte
metros de los parapetos enemigos y se precipitaron en una zanja pantanosa
disimulada con hierbas y ramas. Los marroquíes fusilaron sin piedad a los
catalanes que se esforzaban en seguir avanzado. Cayeron muchos», comenta, en
este caso, Salvador Acaso.
La trampa cumplió su cometido, pues los soldados bisoños se quedaron
absolutamente desconcertados y dudaron entre seguir avanzado o retirarse. Por
suerte, Prim, que se hallaba dirigiendo las operaciones desde la retaguardia de
sus hombres, se percató de lo sucedido y, al galope vivo, se dirigió hacia la
zanja en la que, a bala y plomo, estaban muriendo sus paisanos. Al hacer su
aparición parece que los Voluntarios recuperaron el ímpetu y, bajo sus órdenes,
pasaron por encima de sus compañeros caídos continuando el asalto a bayoneta
sobre el ya cercano campamento.
Prim los acompañó en vanguardia. De hecho, la leyenda cuenta que este
general accedió a través de la tronera de una batería al interior del campamento
marroquí, donde causó estragos con su espada. Por entonces había pasado ya media
hora de cruento combate que, de esta forma, narra Alarcón: «¡Cómo caían nuestros
jefes, nuestros oficiales, nuestros soldados! ¡Cuántos, cuántos, Dios mío! –
Fueron treinta minutos de lucha; treinta minutos solamente… y más de mil
españoles se bañaban ya en su sangre generosa».
A continuación, los soldados españoles cayeron en masa sobre los
asustados defensores. «Los Batallones de León y Saboya asaltaron igualmente los
parapetos sin importarles las bajas sufridas. Los de Saboya recibieron, a
cortísima distancia, la descarga de un cañón cargado de metralla y sufrieron,
sólo en ese instante, más de cincuenta bajas. El resto de los batallones –Alba
de Tormes, los de la Princesa y los de Córdoba- llegaron también al parapeto y
lo tomaron por asalto», destaca por su parte Acaso.
La huida definitiva
A partir de ese momento los soldados de nuestro país no tuvieron más
remedio que combatir dentro del campamento utilizando su fusil como espada.
Allí, en ese pequeño espacio, cientos de bayonetas se tiñeron con la sangre de
los marroquíes que, viendo superadas tan fácilmente sus defensas, quedaron
absolutamente aturdidos. En ese momento la lucha se recrudeció ya que, a pesar
de lo turbado de los defensores, ninguno de ellos estaba dispuesto a entregar su
vida fácilmente. Por ello, cada militar del Ejército de África tuvo que luchar
por cada centímetro de tierra.
Al ver que sus hombres estaban cayendo a cientos bajo las armas
hispanas, el comandante musulmán Muley-Ahmed tocó a retirada. Así pues, en
apenas un segundo toda la defensa se desmoronó y los marroquíes iniciaron una
frenética carrera hasta los muros de Tetuán. «A primera hora de la tarde,
Muley-Ahmed, pálido como la muerte, entró en Tetuán al galope gritando “¡Todo
está perdido! ¡Tetuán es de los cristianos! No hace falta decir el efecto que
tal comportamiento causó entre los habitantes de la ciudad y su ejército»,
destaca el autor español.
Con el campamento militar tomado por los españoles, en las jornadas
siguientes los habitantes de la ciudad se reunieron y enviaron una comitiva al
campamento que, hasta hacía pocas horas, estaba bajo poder musulmán. Allí,
preguntaron por «El Gran Cristiano» (como llamaron a O'Donnell), con el que se
reunieron y acordaron los términos para rendir la ciudad. Así acabó esta lucha,
la cual hizo ganar al general en jefe el título de Duque de Tetuán.
Una vez finalizada la contienda era hora de contar los muertos, una
tarea que no fue sencilla y que, a día de hoy, sigue creando controversia entre
los autores. Así pues, Alarcón cifra los caídos españoles en miles (aunque no
señala, por el contrario, cuántos de estos fueron únicamente heridos) mientras
que, por su parte, Acaso afirma que el número no excedió los 300. A su vez,
otros expertos como Juan Vázquez y Lucas Molina señalan que las bajas hispanas
fueron exactamente 67. Con todo, en lo que sí coinciden es en los cientos de
abatidos que hubo en el bando musulmán.